Advertencia: creo que les he hecho un buen artículo, pero es largo. Hagan el esfuerzo, pero si no me quieren soportar vayan al último párrafo y será bastante.
Considero probable que todos nosotros guardemos como pequeños tesoros algunas sentencias, que probablemente de modo inesperado para nuestros padres, se convierten en minúsculos hitos que no se olvidan y que contribuyen a nuestro referente moral. A mi padre he escuchado decir que “ser liberal es lo más grande que se puede decir de un hombre” y se ha convertido en una de esas pequeñas cosas que conservaré incluso cuando no esté, sumado a la ternura que me produce el abuelo que es hoy.
No tengo intención de repartir certificados de pureza de liberalismo, ni siquiera de efectuar un intento teorizador de lo que es y de lo que no es. De hecho, autocalificándome de escritor liberal, hace mucho que los críticos de mis opiniones suelen llamar la atención hasta con ingenio sobre la confusión declarada de esta página: efectivamente, me cuesta mucho aceptar que un hombre se pueda sentir cómodo en un reducto con un sustantivo, y mucho más que eso dure para toda la vida. Creo más en las zonas grises y si acepto o me sumo a una categoría política es porque creo que es, al menos en este momento del tiempo, mi vida y la vida que veo alrededor, la menos inconsistente y más útil a largo plazo de las doctrinas declaradas.
Leí no sé si a Lillian Hellman o a un articulista que hablaba sobre Lillian Hellman (puede que incluso fuera ella hablando de su eterno amante, Dashiel Hammett), que había llegado a ignorar plenamente la categoría de izquierdas o derechas para definir o percibir el entramado moral de un hombre y se conformaba con que fuera decente. Puesto que decente tiene un significado básico más cercano a la moral sexual y a la limpieza de piel y aditamentos, aunque no sea necesario advertirlo a lectores como ustedes, conviene acudir a los diccionarios, especialmente ingleses – pues anglosajona se supone que es la procedencia de mi cita – para meterse en los significados profundos. El Merrian Webster me da esta que es precisamente a dónde voy: marked by moral integrity, kindness, and goodwill. Miren por donde, la RAE pone como significado número uno en castellano honesto, justo o digno.
Todo esto no tiene que ver sólo con el juicio sumarísimo al señor Rubianes, sino a todo lo que rodea éste y otros procesos en los que se ve envuelta la polémica diaria donde las páginas cibernéticas, los medios de comunicación, los vociferantes que residen en ellas, los ideólogos profesionales y amateur que han elegido el calificativo de liberal desarrollan su labor: uno piensa que se efectúa una caza al hombre (afortunadamente, sin bate de béisbol), y no a sus ideas, de manera sistemática y hasta histérica, que se confunde la necesidad y el derecho a opinar con la emisión de fatwas en las que los hombres públicos pasan a convertirse en enemigos a exterminar y traidores de lesa patria. Y lo peor es que muchas personas lo siguen y convierten su visión del mundo en histérica, cayendo en un pozo tan alejado de la realidad y delirante como esos guipuzcoanos que se creen a pie juntillas lo de que la Guerra Civil fue una guerra de España contra los vascos, que de ese calibre son las manipulaciones: decir, como se asevera en medios de esta clase, que lo que ha ocurrido en España en estos años es un golpe de estado entra dentro de una psicosis de la misma dimensión que los nacionalismos imperantes. Y eso no quita que haya muchas cosas que discutir o que no sean graves.
El Sr. Rubianes tiene todo el derecho a decir lo que le venga en gana. Como Federico. En esta página he cruzado un intenso debate con el Sr. Royo sobre su ¿querella? ¿demanda? (joder, Ricardo, sigo igual de desmemoriado e ignorante) contra el Sr. Losantos: dice las burradas que dice (oigan, dice burradas, deforma la realidad como un espejo cóncavo y lo convierte en sermón de predicador milenarista), pero que las diga, que las voces, por muy altas que sean, no matan. Yo no creo en las injurias a las autoridades, ni en penar el libelo (dejemos fuera la imputación de hechos falsos y la intimidad, que son los límites), aunque no esté de acuerdo, ni me guste. Ahora, los mismos que se levantaron indignados por los intentos de cierres de emisoras a la COPE, los que con justicia proclamaban “quieren callar a Federico” pretenden silenciar a Rubianes y despellejar a Gallardón, por traidor, sin recordar que la incomodidad es equivalente: si no te gusta lo que dice Rubianes, a él no le gusta lo que dice Federico. Pues cada uno con su micrófono. Voy más lejos para que me caigan más balas: tuve que asumir mi derrota jurídica frente al Sr. Royo cuando el terrible Otegi fue condenado por injurias al Rey. Yo defendí que eso no puede ser condenable: de hecho, fue absuelto en primera instancia. En su condena, los votos particulares eran especialmente relevantes. Respetando a los tribunales, sigo pensando que en nuestro sistema criticar la monarquía y sus acciones no puede ser delito, lo diga quien lo diga, lo diga un tipo con los principios morales de Otegi, que siendo quien es no le niego la condición de hombre ni le pretendo matar, puede que a diferencia de lo que un rinconcito de su cerebro le pueda sugerir sobre mí en un momento de obcecación (así de generoso soy).
Hay quien se rasga las vestiduras porque el problema Rubianes se basa en que hay dinero público (de todos) por medio. Haré abstracción ahora de un problema esencial para un liberal, el de si el estado debe subvencionar la cultura, o si debe tener teatros y, si los tiene, quién tiene derecho a interpretar en ellos: el teatro está ahí y el dinero comprometido de acuerdo con la ley. Dirán que con el dinero de todos (aunque uno piensa que los que lo dicen se refieren al suyo y no a los de los votantes de otros partidos que, mira por donde, pueden querer que se programe a Rubianes), pero precisamente por ser de todos, lo menos que podemos pedirle a la administración pública es que si tiene un teatro, programe todo tipo de voces. Eso que la imaginería izquierdosa imperante llama pluralidad y que en su práctica habitual se resume en que Polanco y Contreras tengan televisiones. Debemos pedir neutralidad, un intento de rigor, un esfuerzo porque eso que se llaman tendencias, innovaciones y hasta ruptura: si alguna justificación puede tener el gasto público en cultura es que pueda llegar para aquello que de otra forma no tendría manera de ser visto.
Pero vamos más allá: que levanten la mano los que hayan visto el montaje. Porque sin conocerlo está siendo vetado de antemano por el mero hecho de que el señor dijo una vez “a la mierda con su puta España”, expresión que puede ofender, pero si quienes se ofenden son aquellos que están viendo a la España de Blas Piñar yo voy a ir a firmarla donde me digan. Al igual que muchos militantes católicos se fueron a las puertas de los cines para tratar de impedir que se pudiera exhibir el La última tentación de Cristo de Scorsese porque el Vaticano les dijo que aquello era poco menos que pecado mortal, ahora se reproduce el mismo comportamiento: que no se ponga que es pecado. En una doctrina que niega la capacidad de la gente para formarse su propio juicio (es decir, la lógica del censor, yo me sacrifico, veo el porno y todo lo que es pecado y después le digo que me crea y no lo vea), en la misma lógica de que la Biblia no puede ser interpretada por el hombre de a pie (ese semicalvinismo mío, Juan), ahora se pretende que Lorca eran Todos sea una mala obra, absurda, repugnante, un ataque progre a nuestra bien segura verdad sin que haya sido contemplada por ninguno de los que gritan.
¿Y si es mala? Pues que lo sea. La presunta mediocridad artística de Rubianes no tiene nada que ver con el asunto. A mí me parece que, siendo probablemente una buena intérprete, la Sra. Pantoja no es precisamente un ejemplo de arte a imitar, pero más de un ayuntamiento de este país para esa cosa que gusta tanto a los españoles como son sus fiestas municipales ha puesto su dinero para contratar a la “artista”. Obviamente uno piensa que el dinero de los impuestos está para otras cosas, pero ahí lo tienen: nadie se rasga las vestiduras. Tampoco con La Oreja de Van Gogh, entretenimiento muy popular al que tampoco concedo gran calidad artística. Que nadie se confunda: ni las opiniones, ni la valoración que nos merezcan como artistas lo que programan los alcaldes son elementos para ir de caza, probablemente son únicamente elementos para ponderar el voto. Que no es poco. Que un señor programado por una administración pública sea retirado por presiones políticas es inaceptable: a Boadella se le hace el vacío en los teatros públicos catalanes, probablemente eso es lo que la partida de caza en contra de Gallardón reclama de él contra Rubianes y probablemente contra todos los que piensan distinto: hacer el vacío, ignorar, que el disidente y el diferente no tengan espacio.
En definitiva, el caso Rubianes sólo es otro síntoma de un mal que atesora la derecha española en sus filas y de modo particular todo la esfera social que hoy ha encontrado acomodo en la palabra liberal. Creo que he dicho más de una vez que el término liberal se ha convertido en una coartada para que personas que realmente son integristas católicos, radicales de extrema derecha, conservadores de la tradición y la moral y que, no sé si como mal menor, aceptan la lógica del voto, encuentren un orgullo – legítimo – en declararse de derechas sin temor a la sanción social de ser tildado de facha. Algunos lo son, aunque no lo sepan. También es un espacio refugio para la crítica a la izquierda realmente existente (a la teórica, mucho más), tan necesaria en un país que ha idealizado la palabra izquierda, el mito de la buena república y vindica la estampa salvadora del Che Guevara.
La revisión crítica de la izquierda y de las creencias de la izquierda, así como la forma en que se cuenta la historia de este país no es que fuera necesaria, es que era urgente. Al igual que las creencias absurdas sobre economía y organización social del antiguamente llamado socialismo real, de los excesos abusivos y antisociales de la socialdemocracia están siendo o han sido derrotados intelectualmente, la visión de la historia reciente que heredamos del antifranquismo y el romanticismo de la derrota está pendiente de victoria. Pero conviene tener en cuenta algunas cosas: revisión y puesta en evidencia de los datos reales no significa absolución ni justificación de nada. Probablemente, de que las víctimas más profundas ha sido la decencia y los decentes, en el sentido que decía yo arriba. Que la Segunda República no fuera un ejemplo de la democracia que queremos, no quiere decir que el republicanismo sea malo; que existieran Paracuellos y la Checa, no justifica que se fusilara a miles al acabar la guerra; que Octubre del ’34 pueda interpretarse como un intento de golpe de Estado o, para algunos, el verdadero comienzo de la guerra, no quiere decir que el General Mola fuera el modelo a seguir; que Azaña fuera un irresponsable, no justifica la saña contra él; que Companys fuera independentista y “antiespañol”, que fuera fusilado y que ser independentista sea un delito o motivo par ser excluido de la sociedad. Las tonterías intelectuales del falso progresismo son palmarias y cansinas, pero eso no hace mejor la moral estrecha de la Conferencia Episcopal y sus defensores, que puede que sean más duros. Y así tantas cosas. Pero esas cosas se están convirtiendo en determinados medios y lógicas en razones más que suficientes para negar a todo ciudadano votante de lo que no sea popular la posibilidad de tener razón, un sitio en el mundo, un atisbo de verdad y, sobre todo, en negación de convivencia.
Me voy a poner la venda antes que la herida: ya me dirán que la izquierda y los progres (la palabra progre se ha convertido en un mono de goma que permite justificarlo todo, negar el pan y la sal a cualquier individuo) hacen lo mismo. Pues sí. El cutrerío de la masa izquierdista irracional que se echa a la calle para el no a la guerra, para llamar nazi al Estado de Israel, o los que van a golpear las sedes del PP no son mucho mejores. Es insufrible la superioridad moral de los intelectuales a la violeta de la izquierda, los actores afamados y otras especies de individuos que al pronunciar la expresión “soy de izquierdas” se creen iluminados por una especie de verdad aparecida, por un seguro a prueba de su propia estupidez y por una legitimización de sus acciones y su existencia en el mundo. Todo ello acompañado de la creencia de su superioridad intelectual, elegancia personal, buen gusto en la comida y lecturas refinadas. Gauche divine, una sublimación de las costumbres burguesas. Un calificativo en desuso, pero que no me incomoda nada, estoy encantado de ser burgués si es lo que soy. De lo que hoy hablo es de quienes proclaman el apellido liberal y su forma de mirar a los Rubianes, no de la izquierda.
Yo no quiero ser profeta ni guía espiritual de nadie. Pero me voy a permitir aconsejar. Ni siquiera: sólo me propongo sugerir que se tenga en cuenta en la conciencia de cada uno una cierta forma de ver lo que nos rodea para el que quiera el apellido liberal, siendo conscientes de que está escrito con minúsculas y no son más que piezas que utilizamos los humanos para organizar nuestras neuronas y que no se debe olvidar que creemos (algunos) que la democracia está para organizar la convivencia y que debemos todos librarnos de la utopía de vecino, no vaya a ser que nos haga pupa. Ergo, siempre será imperfecta, no se empeñen en no encontrar Rubianes en su vida, porque siempre los habrá, afortunadamente, pues a veces te toca ser un Rubianes.
La sugerencia viene ahora. Sólo es un pedacito de lectura. Un párrafo de un ensayo de Juan Marichal, Liberal: su cambio semántico en las Cortes de Cádiz, que dice así:
…los liberales españoles aportaron al liberalismo un componente que no era apenas visible entre los ingleses ni menos aún entre los franceses: el de identificar el liberalismo con el desprendimiento, con la generosidad. En suma, podría decirse que los liberales españoles llevaban así al liberalismo una actitud esencialmente diferente (por no decir opuesta) a la de los europeos transpirenaicos que identificaban el liberalismo con un cierto género de economía. Sin olvidar, por supuesto, que los españoles, tanto los de 1810-12 como los de 1820-23, dieron a la palabra liberal la carga emocional de su lucha contra la tiranía bonapartista primero y contra el absolutismo restaurado después. En suma, los liberales españoles completaron la liberación del término liberal de la usurpación realizada por el máximo usurpador, Napoleón Bonaparte.
En el mismo ensayo, se cita a Bretón de los Herreros, uno de cuyos personajes afirma: “Todo caballero está obligado a ser liberal”. Marichal advierte que puede ser una traducción involuntaria de una obra inglesa de 1625: “As you are a gentleman, be liberal”. Sean ustedes liberales.
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