domingo, septiembre 17, 2006

Fetiches


Mi estimado Citoyen, el ciudadano en armas, me (nos) acusa por segunda vez de convertir la libertad y la libertad de empresa en un fetiche. Me parece interesante que esto sea replicado y debatido. Si fetiche es un ídolo objeto de adoración supersticiosa y, por tanto, no racional, debemos saber si se corre el riesgo de convertir la libertad en fetiche y, especialmente, de qué forma no lo es. No lo es especialmente para el asunto que causa la acusación.

Vamos por partes. Si desde el liberalismo se puede convertir la libertad en fetiche, no es menos cierto que la izquierda clásica, el comunismo, el socialismo y la socialdemocracia, han convertido lo público y la igualdad en sendos fetiches. Me atrevo a decir que en el estado de opinión imperante cuando un político, sindicalista o periodista afin recurre a la exclamación lo público, se está refiriendo a un becerro de oro que garantiza no se sabe qué: una especie de más justicia divina, equidad insuperable y bienestar.

En el liberalismo defendemos que, como principio, lo público no garantiza ni más equidad ni más eficiencia y que, más bien al contrario, tiende a generar nuevas desigualdades (negativas, no siempre la desigualdad es mala), precios más caros y menos opciones para elegir. En definitiva, una restricción de la libertad a costa de una igualdad teórica que no se demuestra cierta. Al final, el ejercicio de búsqueda de superioridad de lo colectivo termina por ir en contra de los más débiles y más pobres, efecto contrario a la excusa para anteponer lo público.

Muchas de estas aseveraciones y las contrarias son, en parte, actos de fe. Elecciones personales. Con Isaiah Berlin yo asumí que el lema de la revolución francesa, libertad, igualdad y fraternidad suponía luchar por objetivos incompatibles entre sí: la libertad absoluta, termina con la igualdad, y al contrario. Con Popper acepté que cuando se persigue la igualdad como prioridad se termina con la libertad, destruyéndose al final la propia igualdad. Las consecuencias son, pues, mucho peores. La igualdad económica, fetiche que entusiasma alegar en la izquierda, suele significar igualdad por abajo: es, o debería ser indiferente, que la desigualdad teórica aumente si tu posición de partida mejora: es decir, no importa que los más ricos sean muchas más veces más ricos que los "no ricos" y que esa diferencia aumente siempre y cuando los "no ricos" estén mejorando y tengan capacidad de mejorar su posición relativa si es esa su elección. La trampa de acusar al más rico de desigualdad es pensar que todos tenemos que ser iguales por abajo: de ahí el esfuerzo de la izquierda por la supresión de las herencias y por crear impuestos confiscatorios y supuestamente progresivos, "redistribuir" la riqueza le llaman. Fuente de injusticias y errores harto comprobados, diría yo.

Para agravar más este punto de vista, la izquierda clásica, a la vista del coste para la libertad y la prosperidad de sus planteamientos históricos, cada vez que los rectifica es acudiendo a reformas propias de liberales o, simplemente, de capitalistas: eso es la socialdemocracia frente al comunismo o el socialismo real y eso es la tercera vía de Blair frente a la socialdemocracia clásica: alentar todo lo posible la responsabilidad individual en busca de su propio futuro, es decir, asumir el riesgo y la responsabilidad de la libertad. La diferencia entre socialdemócratas y liberales es qué red protege de los efectos perversos del juego libre: personas que no pueden seguir, las tendencias monopolísticas de la concentración empresarial.

Así, si existe una verdadera función para el estado desde el punto de vista de este comentarista que se llama liberal, esa es la de protección de las reglas del juego. Es conocida la cita de Adam Smith acerca de las reuniones de empresarios: terminan en una conspiración contra el público para subir los precios. Las reglas del juego es impedir que surjan monopolios, por ejemplo. Es regular la red para que los que no se pueden defender por sí mismos (porque esos no pueden competir) no caigan al vacío. Pero estos últimos, son muy pocos, no es el espléndido tejido clientelar de las clases medias y el engranaje montado a través del estado para que las personas rehuyan su responsabilidad. Son, también, las restricciones al comercio puestas para proteger a colectivos con privilegios: el caracter hereditario de loterías, tabacos y farmacias; la ausencia de libertad de horarios y demás, todas ellas espéndidas coartadas para proteger a malos empresarios que están perjudicando al resto de ciudadanos, tanto en su rol de consumidores como en el de empresarios (o la libertad para ganarme la vida como mejor pueda). Y poniéndonos de actualidad, reglas del juego es impedir que la especulación del suelo realizada por los propios ayuntamientos se convierta en la fuente de corrupción que es y en prebendas para que unos ganen dinero sin ser producto del riesgo empresarial legítimo y la competencia entre diferentes participantes.

No me extenderé, aunque podemos hablar de impuestos, un tema en el que hay mucho que hablar. Vamos a volver a los fetiches que ocasionan este artículo. Se me dice que en el caso Endesa, la libertad de empresa se está esgrimiendo como fetiche frente al interés de los consumidores que es el que debe prevalecer. Empezaremos por una obviedad: desde que la izquierda ha aceptado el l¡bre mercado como medio de hacer funcionar la economía, no puede decir que unas veces vale y otras no vale: las reglas del juego deben permanecer y no cambiarse a capricho del gobierno y sus intereses políticos. Esto de por sí, invalida el concepto fetiche. Pero profundizaremos más.

El interés del consumidor se basa, en el caso de la electricidad, en el precio más bajo y en la garantía de suministro. En el mundo liberal estamos convencidos de que el precio más bajo y el mejor servicio se obtienen con la máxima competencia. El punto débil para el campo liberal, se encuentra con el caso de los monopolios naturales, como puede ser el caso de la electricidad. Sus caracerísticas hacen de él un mercado regulado. Pero el problema es que regulación no implica dos cosas: ni el estado tiene que producir, ni es relevante, en un entorno de mercado abierto, quién es el propietario. Ergo el papel del estado debe limitarse a vigilar por las reglas del juego: si uno quiere comprar a otro en un mercado de valores (hemos dicho que se ha aceptado el mercado, lo cual implica que debe valer siempre, no a conveniencia), debe prevalecer la voluntad de los accionistas que, lógicamente, escogerán la mejor oferta, la que más dinero dé de retorno a su inversión (su riesgo: es con su capital con el que se financia la inversión que permite que los consumidores tengan electricidad, sin olvidar que ellos mismos son consumidores).

En segundo lugar, el estado debe velar porque no se produzcan situaciones monopolísticas o consolidar posiciones de dominio de mercado que no hagan posible la supervivencia de nuevos entrantes. En el caso de la electricidad, donde la elección de proveedor está limitada a grandes consumidores y donde las inversiones son gigantescas, este es un asunto delicado. De ahí que sea legítimo que se impongan condiciones de compra, que deben ir a preservar estos principios. En el caso de Endesa lo que ha sucedido es que el Gobierno ha incumplido su papel de vigilante de las reglas del juego y ha impuesto condiciones a medida para que ganase la oferta contraria a los intereses de los accionistas y con riesgo evidente de contraria a los intereses de los consumidores: él único proveedor real de gas con el mayor proveedor de electricidad. Las consecuencias son fáciles de imaginar. Pero todavía es peor: en su papel de regulador de las reglas del juego, se ha adulterado y manipulado al organismo que, precisamente, se dedica a vigilar las reglas del juego, la Comisión Nacional de la Energía. Su prestigio es ya, inexistente, con lo que la destrucción de un rol esencial del estado tiene consecuencias a muy largo plazo.

Esta es la diferencia de entendimiento del estado. Para la izquierda es casi un poder omnímodo para decidir sobre aquéllo que al administrador de turno de las instituciones le parece que es mejor. Desgraciadamente, suele ser lo mejor para sus intereses políticos. Para un liberal como pretendo ser, el estado está precisamente para garantizar la preservación de las reglas del juego para los contendientes y que ninguno tenga un trato de favor. Precisamente porque si no, no se podría competir, anulando la fuente de nuestra prosperidad y la capacidad de cada individuo de perseguir su mejor bienestar: es decir, perjudicando a los consumidores, excusa de la intervención.

En definitiva, sin que se pueda negar que toda idelogía crea sus becerros de oro, no se puede decir que la crítica a la actuación del Gobierno en el caso Endesa sea la consecuencia de un fetichismo. En realidad, la crítica verdadera es el fetiche izquierdista de creer que lo público está para esto y, mucho más, que con ello se preserve el interés de los consumidores. Es cierto, también, que estos abusos de poder no son patrimonios de la izquierda. Hayek nos enseñó aquéllo de socialistas de todos los partidos...


P.D.: nos cuenta Güevos, que se dice por ahí que una de las condiciones que José Luis quiere para ceder y, con ello, demostrar fehacientemente que lo que dijo, hizo y forzó a hacer a la CNE era pura política, es que E-On se cargue a la cúpula directiva de Endesa: especialmente a Pizarro. Los socialistas siempre nos dirán que le nombró Aznar, pero se olvidarán de decir que ha sido ratificado por sus accionistas actuales, sus dueños y únicos con derecho a decir quién les cuida su dinero. De nuevo, el empeño del abuso de poder y de inmiscuirse en asuntos que no le competen. Sin olvidarnos del caracter chantajista y vengador que esto supondría.