jueves, septiembre 29, 2005

En este ex-país de mierda


Este era un país de mierda. Algunos odiábamos la asfixiante y cansina herencia visual y formal de un país gris, de tanta gente de granito, tanto gusto obsoleto y la sensación permanente de que alguien te iba a joder la vida si no se hacía, sin juicio ni discusión, lo que él te decía. Ese él eran los militares, los maestros de escuela, los catedráticos de universidad, un funcionario de correos, un guardia urbano, un ingeniero de caminos a cargo de cualquier rama de lo público, el cura, el profe de religión. Era la aplastante sensación de vivir en un entorno prohibido y aislado – tu conciencia íntima – en medio de un mundo que no aceptaría jamás la disensión, ni siquiera el criterio alternativo, un país incapaz de soportar un gramo de osadía o de ambición porque te cortaría las venas.

Este era un país miserable. Con aldeas y pueblos donde los retretes se institucionalizaron en los años setenta, con bares de carretera repletos de moscas y analfabetos; un país que miraba con envidia los coches de los franceses y los ingleses, un país donde se precisaba una póliza de un colegio de huérfanos para todo y que te imponía en el subconsciente la sombra de una pareja de la guardia civil detrás de un toro de Osborne.

Mirábamos con envidia la vida en Londres, el sitio donde David Bowie debía morar en correrías con Mick Jagger, el sitio donde nacían los Clash y los Sex Pistols, a los que la prensa describía con escándalo y sensación de liberación. Entonces te querías comprar una lambretta como la de Quadrophenia o querías pintarte el pelo de verde y, en cierta forma, huir; huir del servicio militar, de los ingenieros de caminos, de nuestro complejo de inferioridad.

Puede que el primer día que abrí los ojos de verdad fue el mismo día del 11-M. Me acusarán por lo que voy a decir de falta de sensibilidad, pero mientras veía en la CNN americana el relato de lo que ocurría desde la silla de mi casa de Madrid no podía evitar la sensación de sentir que lo que estaba viendo era un país rico. Mirando hacia el fondo, como en una película de John Ford, detrás de cada ambulancia, de cada caminante en lágrimas, de las espaldas de los reporteros ingleses, americanos, veía mi país por primera vez con los ojos de normalidad y equivalencia a lo que veía de niño en los pueblos ingleses que visité y en las visitas fugaces a Londres.

Tomé conciencia real de que mi mundo había cambiado: no tenía que añorar el cine en versión original de las películas gringas y no gringas que más me gustaban, el acceso sencillo a cualquier libro, la abundancia de restaurantes de todas las tradiciones culinarias (chinas, indias, japonesas, italianas…), el color, el estilo, la preocupación por hacer las cosas mejor que antes que tanto añoraba durante los ochenta. Al final, Madrid, sin tener en cuenta que, efectivamente, la élite mundial, la vanguardia de casi todo sigue habitando en Nueva York y Londres, tenía todos los aspectos de cosmopolitismo que hacía que cada viaje a América o a Europa fuera sumergirse en un mundo de diversidad y apertura inalcanzable aquí.

Y mientras sucede todo esto, el país, paradójicamente, se quiere menos a sí mismo. A pesar de la diversidad interna, de que en Madrid puedes hablar catalán y hasta llevar una camiseta del Barça sin que nadie te golpee, del progreso evidente, de la presencia de España como estado en un nivel de presencia internacional y reconocimiento como nunca antes, incluso tras la inexperiencia osada de Zapatero, la palabra España está más cuestionada que nunca y a pesar del inmenso esfuerzo de casi dos generaciones porque ese nombre deje de pesar como una losa, muchas élites pseudoprogres y del abuso nacionalista nos quieren pintar un país opresor, aburrido e incapaz. Un país en el que si no se restriega la memoria no parece posible la paz de espíitu. ¿Será porque se ha hecho tan normal que es aburrido? Y siento, por primera vez en mi vida, que es todo lo contrario y que casi todas las cosas que me hacían avergonzarme de llevar un pasaporte español han desaparecido y que éste es un país normal, con sus defectos y virtudes y con un futuro brillante si se quiere ver.

Lamento entonces la incapacidad de tantos por solucionar la existencia de España como estado: quizá los últimos estertores del país de mierda es este conflicto territorial que nadie parece querer resolver con mentalidad del siglo XXI. Cerremos además del sepulcro del Cid, el mito del Gibraltar español, la unidad indivisible de la patria, el tricornio de la Guardia Civil, y todas esas leyendas vascas y catalanas para hacer un país de ciudadanos. ¿La ventaja de los llamados españoles? Ya nadie se cree lo de Santiago y Cierra España. Ahora toca enterrar a Sabino Arana y los gudaris, las llamas del once de septiembre y el romanticismo idealista con el que miramos ese fracaso llamado Segunda República. Porque es la única forma de ver el mundo como es ahora.


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