sábado, septiembre 24, 2005

Pepín y la identidad


"En mi pueblo soy Pepito"

Josep Antoni Durán Lleida (leo en El Mundo de hoy que ha prescindido de la "i") nació en la Franja, esa zona de Huesca de habla catalana, y cuenta en esa entrvista que aprovechó la transición para cambiarse de nombre y catalanizar su apellido. La crítica lacerante propia de estas páginas no va hoy por ahí: todo el mundo tiene derecho a hacerse llamar como quiera y nada hay más humillante como una legislación que no permite registrar el nombre de tu hijo de la forma como le llamas en casa: eso sucedió en España y poca gente fuera de los lugares afectados lo sabe o lo recuerda. Es decir, que si en casa te llamas Pere, para el gobierno no tenías otra que llamarte Pedro. A Durán, en su pueblo oscense, le llamaban Pepito.

En el derrumbre de la imaginería colectiva post Francisco Franco Bahamonde, la ansiedad por hacerse modernos y borrar el aburrimiento y ranciedad de la España pre-constitución 1978, provocó una gran pérdida de prestigio de los nombres y denominaciones tradicionales: recuerdo como durante aquello que se llamó la movida y que fue una mierda muy entretenida, Madrid se llenó de tipos que se hacían llamar Iñaki. Nunca supe si alguna vez en su vida les habían llamado así en sus casas o si procedían de Elorrio.

Un violoncelista admirador de Casals y entrevistado hace bastantes años en televisión, se refirió en un momento dado a "Pablo". El entrevistador le inquirió con curiosidad que por qué no le llamaba "Pau" (nada de TV3, entonces esas cosas no habían aparecido). El intérprete, amigo de la familia, respondió: "porque en su casa le llamaban Pablo".

No hace tantos años a Miguel Induráin la prensa empezó a llamarle Mikel. Una transposición del hecho de que por ser navarro su denominación nominal debiera ser vasca. Pero el hecho es que el ciclista, tan discreto él, nunca acabó de permitir sin mucho ruido que se le llamara Mikel. Algún compañero de carrera, de oficio, de lo que fuera, comentó en televisión: "en su casa le llaman Miguelón".

Uno se asombra de que un futbolista se llame Bakero y parezca ser la esencia de lo vasco. A ojos de los demás, claro, al buen hombre nunca le escuché ningún ejercicio de militancia, a la que tiene todo el derecho. Pero me da que Bakero no es palabra vascuence y sí una transposición gráfica de vaquero, el que cuida de las vacas en Castilla, y que parece mostrar un origen genético mucho más distante de San Sebastián/Donostia.

En la escuela de los policías de Cataluña, las listas de nombres y apellidos son catalanizadas de facto. Un servidor ha visto con estos ojos como algún Francisco García Sánchez se convierte en García i Sánchez.

En mis paseos por Guipúzcoa, asómbrome de la cantidad de madres "Carmen" y de la cantidad de hijas Oiane, Haizea y demás, que me parecen muy bien. Más original me resulta que las Lolas y Dolores de la juventud de mi mujer se han convertido en Nekanes. El hecho sorprendente no es que hayan decidido modificar su nombre en el registro civil, sino que son sus maridos y familias políticas euskaldunes las que han modificado por su cuenta la forma de llamar a sus nuevos familiares.

Seguro que están esperando mi ácido comentario acerca de las connotaciones racistas y alienantes del tema. Eso se lo dejo para sus reflexiones íntimas. Lo que realmente me llama la atención es el afán de la mentalidad del nacionalista para transformar la realidad de lo que es en lo que no era, de lo que deduzco que no se está dispuesto a permitir que los demás defrauden la evocación de un mundo que no se ha conocido y que probablemente no existió y se decide imponer. La conclusión es evidente: todo nacionalismo es totalitario. Franco Bahamonde impuso legislativa y socialmente la forma en que la gente debía llamar a sus hijos, los nuevos liberadores de la patria, hacen, al parecer, lo mismo. ¿Es así? Afortunadamente, no pueden imponerlo por ley, pero me queda la duda de si tienen la tentación.

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