Pepín Vidal Beneyto inicia hoy en El País una serie de artículos dedicados a "Españoles en París". En la primera entrega, toca intelectuales y artistas. París, era una fiesta, ya se sabe. El exilio fue una fiesta, decía Carlos Semprún Maura (el hermano de):
Francia ha sido nuestro compañero más inexcusable, nuestro enemigo necesarioOh, sí esa fobia de lo francés, que nunca he padecido. Ese menostrato del francés, que nunca he padecido. Siglos de referencia cultural e institucional, el ejemplo civilizado para ese territorio salvaje al sur de la cordillera.
Más de mil años uncidos a un mismo destino de paces y contiendas, de confrontaciones y de reencuentros, unidos/separados por los Pirineos, Francia ha sido desde siempre para nosotros un país-tapón, un aduanero intratable con el que era capital entenderse para saber y estar en el mundo. Una interacción traumática en la que los parámetros amor/odio han funcionado como constituyentes de una relación a la que nuestros exilios y nuestras emigraciones han conferido una vitalidad extrema, una actualidad permanente. Nada de extraño tiene pues que Francia se haya constituido en el proveedor constante de nuestras modas e instituciones, desde el Consejo de Estado y el Código Civil hasta la zona azul de los aparcamientos.Pero supongo que pertenezco a una generación donde París, Francia, se ha quedado en una referencia turística. Porque queríamos que Madrid fuera como Londres, porque los europeos teníamos más en común con nuestra ansia de Nueva York que con lo que sucedía en cualquier calle de Copenhague, Viena o Roma. Porque amábamos el punk, o los mods o a Adam Ant. Porque Bruce Springsteen era mucho más interesante que George Brassens.
Y puede que, ahora, Wong Kar Wai, supere a Nueva York.
P.D.: Carlitos: dime tú si es farfolla, pero no me he podido reprimir.
Tags:
|