sábado, octubre 21, 2006

El rastro del yeso


- ¿Y no hay forma de ocultar la obra, que no venga el policía y darle los mil duros?

- El yeso siempre deja rastro.

La pregunta es de Berlin Smith, cuando todavía no sabía que así se llamaba, y la respuesta la de un arquitecto admirador de Jerry Lee Lewis que a la sazón se ocupaba de un remedo de nuevo Escorial que acaecía en el hogar materno. Nadie en su sano juicio esperaba a empezar una obra en su casa a la recepción de la preceptiva licencia, un trámite burocráticamente inabarcable, eterno y ridículo en su gestión, por lo que los policías municipales, garantes del orden y la buena ley, aparecían por la casa, preguntaban y hacían la vista gorda de no haberse enterado cinco mil pelas mediante.

Socialistas, convergentes, populares, militares sin graduación, el servicio doméstico y hasta el cuerpo diplomático, pasando por los recogedores de residuos urbanos, formamos parte de un país donde ya es imposible ocultar el rastro del yeso. Todos embadurnados en una orgía que todo el mundo conoce, que a todos nos indigna y que nadie se atreve a poner fin. El yeso es imparable, lo pringa todo, lo mancha todo, deja regueros en nuestro camino y en nuestros bolsillos.

La burbuja estalló con la operación Malaya y el tres por ciento, confirma su expansión con la salida masiva de las constructoras e inmobiliarias a la bolsa y a las grandes compras y ya solo falta que la gente deje de comprar lo que ya no se puede vender para que nos caigamos del guindo.

Estaba aquella del magnate americano que se salvó del crash del 29 cuando su taxista le aconsejaba de cómo invertir en bolsa. Otro amigo financiero me decía que se salía del mercado en nuestra peculiar burbuja de los ochenta cuando su taxista le hablaba del Nikei. Me rodean amigos muy contentos que han comprado un piso y a los dos meses ya valía quince millones más. Ceno con un respetable empresario inmobiliario que me dice que acaba de subir sus promociones seis millones más ayer mismo y que los va a vender todos. Evidentemente, el tonto soy yo.

Fiebre del oro embadurnada de yeso. El yeso te deja las manos sucias. Y ya saben gracias a Oliver Stone que lo malo del dinero es que te obliga a hacer cosas que no quieres hacer. Evidentemente, el tonto soy yo, que no me he hecho concejal de pueblo.