Cuando miramos al pasado en forma de cuento y lo empleamos para justificar el presente, todas las sospechas conducen a un nacionalismo implícito. La crónica sobre la perpretación de una novela histórica a manos de Isabel San Sebastián resulta tener la textura de un cómic extraordinario:
...los comienzos de la Reconquista, unos años oscuros y casi desconocidos, «donde unos pocos españoles, contra toda la lógica y contra todo el equilibrio de fuerzas, resisten en Asturias y comienzan a recuperar el territorio de España»Allá en la aldea de las montañas un segundo Astérix debía tomar carballones cual poción mágica. Pero llegan tarde, porque para los vascos ya tienen sus Astérix bien encarnados. Lo legendario resulta enternecedor para hacer que el presente nos encaje:
«Ya en aquel tiempo, Alava y Vizcaya forman parte del reino de Asturias y se comienza la Reconquista española».Tachán. Hombre, nos hemos entretenido tanto en desmontar los artilugios de las naciones medievales vascas y catalanas porque no se puede corresponder con los conceptos vigentes en su propio tiempo, que ahora se nos olvida que entonces tampoco podríamos decir que haya una reconquista "española" significando lo mismo que queremos que signifique hoy las palabras español y España. Es divertido decir que formaban parte del reino de Asturias, porque como todo el mundo sabe Asturias es España y el resto tierra conquistada. Ibarreche se opondría a esto, debo decirles, porque dónde quedaría la inexpugnabilidad de los vascos nunca romanizados.
Claro, no podía faltar el Conde Don Julián y no sé si Vellido Dolfos redivivos y con corbata:
«La historia de España está, desgraciadamente, llena de traidores que han conspirado contra la propia España. Los hombres antes iban a caballo, ahora en avión, pero las pasiones son las mismas y los felones no necesitan golpes de Estado».Voy a mirar detrás de mi hombro a ver si tengo agazapado un traidor a la espalda. Yo sé que me van a criticar lo que digo, y me pedirán que centre mis esfuerzos literarios en desmontar el tebeo que cuentan los llamados nacionalistas (es decir cosas como el Sr. Carod), que resultan ser sólo unos al decir del común, porque estos son los verdaderamente peligrosos con sus carnés por puntos y sus lenguas que florecen en los almendros.
Puede que tengan razón, que tenga que (volver a) afilar el lápiz. Pero me parece, no obstante, que el argumentario para oponerse al nacionalismo (derrotarlo, ¿una quimera?) no se puede basar en los mismos fundamentos que padecen estos hombres borrachos de patria y bandera, se trata de hacer verdad lo que se proclama, anteponer al ciudadano sobre la tribu: buscar la superioridad de unos argumentos históricos sobre otros, normalmente deformados y faltos a la verdad, y querer tener razón para invalidar cualquier posible expresión de voluntad popular contraria a la pureza de la patria que nos acoje, es perder el tiempo.
Estoy convencido que existe muy buena voluntad en Isabel San Sebastián al buscarse esas imagenes para encontrar un sustento emotivo en el que encontrar su terruño. Las naciones, ya se sabe, se construyen, se inventan. Los inventos de vascos y catalanes, funcionan. Los viejos inventos de españoles, no funcionan ya. Afortunadamente. Esta es una paradoja para los defensores de la nación española como única nación frente a los partidarios de las naciones múltiples entrelazadas con pocas cuerdas: sin emociones, sin Astérix, no hay patria, pero con patria tenemos tribus y traidores. Creer que estamos de nuevo en la batalla de Guadalete y que José Luis, florido e iluminado, es un traidor de lesa patria no parece el bálsamo de fierabrás. Y es peligroso porque una vez definido y castigado el primer traidor ¿quién dice quién es traidor y quien no? Boadella o Yoyes, peor esta última, lo saben muy bien. También la señora Sebastián, perseguida en su propia casa: no debería caer en la misma trampa intelectual.
Pequeña renuncia: no obstante, si se hace con divertimento, jugar a la propaganda con los nacionalistas para desmontar sus argumentos diciendo que hubo una monarquía visigoda hispánica, justificando así la existencia de una España unida anterior a cualquier Conde de Barcelona, puede tener su gracia. Pero, amigos míos, sólo si se es tan listo como para demostrarle a todo el mundo que no podemos regular nuestro presente por los cantares de gesta.
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