Decir no, siempre es desagradable. Los políticos y sus estrategas lo saben bien: en un referéndum hay que hacer la pregunta para que la opción que defiendes sea el sí. Menuda campaña te sale diciendo sí, la palabra de los positivos.
Así que Mariano lo tiene doblemente mal: decir no, ya es partir por detrás. Si tiene que decir no viniendo de Madrid y sin siquiera hablar catalán en la intimidad es como hacer oposiciones al ridículo. Pero si entramos en el componente dialéctico, la catástofe es segura: hay que ser un prodigio de la comunicación para que en un territorio suspicaz de cualquier elemento que contradiga su derecho esencial a la diferencia acepte como bueno un no.
Y es que, aunque se simpatice con Mariano y su banda, hasta si se simpatiza con Piqué, ¿por qué se iba a estar en contra de algo que lo que concede es un privilegio? Es como si te dan plaza de garage propia en la oficina, todo lo injusto que se quiera con los demás, pero yo no tengo que dar vueltas para aparcar. No hace más daño a los demás (digamos que el jodidómetro laboral seguiría en su sitio) y yo estoy mejor.
Con todo, ya podrían elaborar un discurso y una comunicación más atractiva y eficaz: eso de que es malo para los catalanes a secas y que coarta su libertad, puede ser verdad, pero es tan difuso, inconcebible para la mente normal y está dicho con tan poca convicción que no tiene verdadera opción de convencer al que no esté convencido. Es que la democracia consiste, también, o básicamente, en convencer: para eso se vota.
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