lunes, mayo 08, 2006

Ponerle los clavos al sepulcro de la guerra civil



De mis recuerdos de la escuela queda la memoria de Joaquín Costa. La percecpión de un país con ataduras que sentía el chico curioso que era yo, se alteraba, se sublevaba y sobrecogía con las largas lecciones que tuve sobre el problema de España: un profesor de literatura y filosofía al que nunca podré en toda mi vida agradecerle lo que hizo por mi mente y mis inquietudes. No sé dónde estará, pero me gustaría hallar su mano para decirle que fue un maestro. Creo que no hay un homenaje mayor.

Fué el quien dejó en los recovecos de mis neuronas aquéllo que ha pasado a formar parte del acervo común que es lo de querer "echarle siete llaves al sepulcro del Cid". Una forma extraordinaria de olvidarse del honor, la historia y sus batallas para dejarla en manos de los antepasados y concentrarse en el futuro. Mucha escuela y mucha despensa se requería entonces, mucha medicina para el alma se sigue necesitando hoy. Este invento que es internet me permite indagar sobre la cita: un foro que encuentro por casualidad dice que, en realidad, no eran siete las llaves, sino dos:
«En 1898, España había fracasado como Estado guerrero, y yo le echaba doble llave al sepulcro del Cid para que no volviese a cabalgar.»
En 1936, España fracasó como otra cosa: ni siquiera quiero llamarla de ninguna manera porque, bien sabemos todos, el litigio y la refriega persiste como arma arrojadiza de unos nietos que se despellejan por los crímenes de sus abuelos. Y por su buena fe. Y su inocencia. Los humanos estamos hechos de todo eso.

La Guerra Civil empieza a necesitar dos, tres, cuarenta llaves para que descanse en paz, pero sólo parece ser capaz de decirlo alguien que mira desde lejos. Anthony Beevor ha sido cuestionado en algún sitio que ya no recuerdo acerca del rigor de algunos detalles de su historia de la Guerra Civil. No obstante, todas estas cosas que dice a quien le entrevista en El País Semanal tienen, a mi juicio, mucho más que sentido. Tienen razón, tienen coherencia. Déjenme decirles que son palabras que dejan respirar:
¿El mito de la inmaculada República?

Sí, la idea de que era como una doncella inocente atacada por el monstruo franquista. Hay que ir con mucho cuidado con ese mito. Por eso es tan necesario analizar bien los orígenes de la guerra. Eso es parte muy importante del debate; la gente ha de clarificarse, ha de entender el principio de todo, por qué la derecha reaccionó como lo hizo.

Eso parece ir un poco a contracorriente.

La tarea básica del historiador es entender, no defender algo. En Alemania, ¿sabe?, me atacaron porque dijeron que mi libro sobre la caída de Berlín no tenía un pensamiento dominante. Pero para un historiador no hay nada peor que tener una opinión dominante, porque entonces buscas material, lo seleccionas, lo ordenas y lo relacionas para apoyar tu argumentación, tus teorías. Éste es aún, a mi modo de ver, el problema en España. En el debate actual vuelves a encontrarte con las viejas guerras de propaganda, los mismos fantasmas de la propaganda de hace setenta años.

Usted cree que el aniversario es una buena oportunidad para cambiar las cosas.

Sí, sí, yo espero que este año veamos abrirse realmente ese debate. El problema es que la gente piensa aún en términos absolutamente monolíticos y maniqueos. De la República o del Frente Popular, por ejemplo. Pero ¿qué quieren decir exactamente cuando se refieren a una y a otro? No es lo mismo la República antes de la guerra que durante la guerra. No es lo mismo Azaña que Indalecio Prieto o Largo Caballero, o los comunistas, o los anarquistas. ¿De qué República estamos hablando? Obviamente, el punto central, y el argumento del libro, como sabe, es que la República era una alianza absolutamente variopinta, con enormes contradicciones internas y puntos de vista incluso enfrentados en cuanto al concepto de Estado y de sociedad, un crisol de incompatibilidades y sospechas mutuas. Y en cambio, los nacionalistas componían comparativamente un bloque homogéneo, mucho más coherente, aparte de algunos falangistas. Eran todos derechistas, centralistas y autoritarios.

En cuanto al Frente Popular…


La gente habla y habla del Frente Popular, pero ¿qué era el Frente Popular? Era una alianza que iba de lado a lado de todo el espectro político. Desde Martínez Barrio, de centro-derecha y antiguo lerrouxista, hasta la extrema izquierda, y además distintas variedades de extrema izquierda. Es cierto que el programa de gobierno y el Gobierno del Frente Popular en sí era muy liberal, no dictatorial, pero infortunadamente sus apoyos, especialmente los caballeristas, no eran nada democráticos. Tenemos a Largo Caballero amenazando pocos días antes de las elecciones del 16 de febrero de 1936 con una guerra civil si ganaba la derecha. ¡Ni siquiera los políticos de extrema derecha decían esas cosas! Me pregunto si Largo Caballero y los otros se intoxicaron con su propio discurso apocalíptico o si de verdad lo creían. Es interesante, pero lo realmente importante para hoy es entender por qué el centro y la derecha llegaron a estar tan paranoicos tras el levantamiento en Asturias y el intento de revolución de 1934. Quizá tenían razones para serlo a causa de los acontecimientos y de toda la retórica de revolución bolchevique: hay que recordar que Largo Caballero incluso llegó a decir que había que acabar con la lucha de clases y que para ello era necesario hacer desaparecer a toda una clase entera. Eso era la eliminación de la burguesía en términos leninistas. Es lógico que afirmaciones así asustaran.

¿La amenaza de una revolución bolchevique movilizó, pues, a la derecha?

No ha de verse como una justificación, por supuesto, pero debe comprenderse por qué la gente actuó como lo hizo. Hay que entender. Ése es un problema todavía en España. La gente es aún incapaz de salir de su propia piel, de la piel de su familia, de la piel de sus lealtades políticas. Es necesario ver las cosas de otra manera, más fresca. Supongo que ésa es una de las razones por las que los españoles han estado dispuestos a escuchar a historiadores extranjeros, los cuales, como yo, lo encontramos algo embarazoso. Espero que este año no vuelva a haber sólo un debate de pimpón entre la izquierda y la derecha, que la gente haga el esfuerzo de salir de sus prejuicios, de los artículos de fe. La verdadera prueba de completa madurez política, y eso creo que se da en muchos historiadores españoles, la mayoría de los cuales han conseguido una gran honestidad intelectual pese a las dificultades, se producirá cuando todo el mundo entienda que el pasado ha pasado.

Usted piensa que eso no es así ahora.

Mire, una anécdota. En septiembre del año pasado quedé sorprendido enormemente por alguno de los periodistas que me entrevistaron en España. “¿No piensa que estamos igual que entonces, que existe otra vez riesgo de guerra civil?”. ¡Pero qué está diciendo!, le contesté. Piense un momento. ¿Cree realmente que España está en las mismas circunstancias? España era entonces la víctima de circunstancias externas, de la guerra civil rusa, del miedo mundial, del furor del bolcheviquismo, de la crisis económica mundial. La tragedia de España fue el timing, el momento. Pretender que España afronta hoy similares peligros, amenazas, riesgos, es simplemente basura. Resulta terrible que gente seria pueda creer eso. La gente piensa que la historia se repite. Pero la historia nunca se repite. Lo que encuentro especialmente interesante de la Guerra Civil española es que despierta más pasiones y denegación del pasado que cualquier otra guerra de la historia moderna. Hay muy poca discusión sobre lo que pasó en la guerra civil rusa, por ejemplo. Y tampoco se discute sobre la II Guerra Mundial, a excepción de algunos aspectos concretos controvertidos, como el bombardeo de las ciudades alemanas. En España, en cambio, hay esa increíble pasión y esa negativa a ver las cosas desde otra perspectiva distinta a la propia.