Henry Kamen, que sabe de España más que los españoles, deja perfectamente explicado hoy al que tenga luces o quiera tenerlas lo que es el nacionalismo, la violencia nacionalista y lo que es esto de la memoria histórica: dos falsificaciones del pasado para justificar los intereses de poder del presente. Debo decir que Kamen sabe más de Cataluña que los catalanes, por lo que lo que dice ERC debe ser tenido muy en cuenta. Y debo añadir que este artículo es perfecto para redondear las vueltas que se han venido dando, con mucho fair-play y algún devastador, en los predios de D. Ricardo Royo y Don Enrique P. Mesa, a los que invito a desmenuzar las palabras de Kamen. Y me refiero especialmente a aquéllo, D. Ricardo, de si unos son más culpables o más o menos malos que otros.
Como está en la zona cerrada de El Mundo, lo voy a reproducir enterito y pondré algunas negritas de mi cosecha, para el que quiera abreviar:
Hace algunos años, al recibir un premio en Leipzig, el historiador Eric Hobsbawm -de quien, déjenme que diga, he recibido infinitas bondades y cuyas obras han sido inspiración para muchos historiadores- comentaba los problemas que el fenómeno del nacionalismo ha causado al mundo moderno. Hobsbawm fue uno de los primeros estudiosos occidentales que intentó un análisis serio del nacionalismo como factor histórico, más bien que sociológico, en la creación del mundo moderno. En su estudio Naciones y nacionalismo exponía cómo la mayoría de ideologías nacionalistas intentan sostenerse falsificando la Historia. En su discurso en Leipzig, Hobsbawm decía: «Ernest Renan tenía razón cuando escribió, hace más de un siglo: 'El olvido histórico, incluso el yerro histórico, constituyen factores sustanciales en la formación de una nación, y -por la misma razón- el avance, el progreso de la Historia como ciencia es, con frecuencia, un peligro para la nacionalidad'. Esta es, creo, una bella tarea para los historiadores: ser un peligro para los mitos nacionales».
Hobsbawm no dudaba de la ideología esencialmente destructiva y neo-fascista de la mayoría de nacionalismos. «En nuestra espantosa centuria -afirmaba-, el nacionalismo reaccionario y retrógrado se convirtió, en manos de políticos y fanáticos, en un instrumento sumamente peligroso, capaz de acabar con la civilización». Esta afirmación me trajo a la memoria un artículo publicado esta semana en la revista Newsweek, en el cual, el autor hace una interesante distinción entre nacionalismo y patriotismo, y concluye que el último es bueno y el primero es malo. Se refiere en particular al caso de Estados Unidos, que elogia por sus grandes ideales, cristalizados en su patriotismo, pero que también critica por su «nacionalismo», no siendo mejor que el de los enemigos que se supone que está combatiendo. El autor cita una frase de George Orwell, según la cual, «nacionalismo es hambre de poder atemperada por el autoengaño». La frase, ciertamente, es aplicable a Estados Unidos, que bajo el Gobierno de George W. Bush parece haber perdido su camino en el desierto y ha acabado en un espejismo de autoengaño sobre dónde se dirige realmente. Pero también se puede aplicar a la mayoría de otros nacionalismos de nuestro tiempo.
La capacidad del nacionalismo ideológico para el autoengaño es ilimitada, y por eso negociar con ciertas categorías de nacionalistas es un viaje por el desierto. O, si abandonamos el espejismo del desierto por el de la montaña, el proceso de negociación puede ser algo como un baile con lobos. El proceso se hace más difícil por el hecho de que en tres puntos específicos no hay un lenguaje común entre nosotros y los lobos.
Primero habría que añadir que el lenguaje del nacionalismo es profundamente antidemocrático. En ninguna época un movimiento nacionalista ha pensado si quiera que estaría satisfecho con la decisión electoral de la mayoría. Es simbólico que el resultado del referéndum de junio de 2006 en Cataluña (un desastre para los nacionalistas que ha provocado la retirada del teórico vencedor) fuera considerado una gran victoria del pueblo, cuando sólo el 36% del electorado dio su apoyo al nuevo Estatut. Una y otra vez, los movimientos minoritarios, representando algunas veces solamente una pequeña proporción del electorado, han afirmado hablar en nombre del «pueblo». La mayoría, sobre todo si es antinacionalista, queda descartada por irrelevante.
La segunda diferencia en el lenguaje implica la dedicación del nacionalismo a la violencia, asesinato y extorsión, que se ven como expresiones necesarias de la voluntad del «pueblo». La violencia es presentada como una simple protección contra la violencia que ejerce el estado democrático. «El nacionalista», apuntaba Orwell, «no sólo no desaprueba las atrocidades cometidas por su grupo, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera saber de ellas». En consecuencia, los portavoces de la violencia, ya sea en Chechenia, País Vasco o Irak, jamás expresan arrepentimiento por el asesinato, porque consideran que las víctimas son los culpables. La negociación con los que se sienten orgullosos de haber eliminado a hombres, mujeres y niños indefensos, es una estrategia que sólo los más bizarros se atreverían a emprender.
Finalmente, el nacionalismo ideológico intenta construir una creencia que en realidad no tiene fundamento histórico. «El nacionalismo, señalaba Hobsbawm, se legitimiza a sí mismo y legitima también sus metas políticas invocando el pasado común de la nación que dice representar». Como un marxista que criticaba la mitología soviética, y un judío que criticaba el nacionalismo israelí, Hobsbawm estaba en una buena posición para exponer las ficciones de los grupos nacionalistas que afirmaban ser los ideólogos de la izquierda. De hecho, la diferencia entre una así llamada izquierda, y una así llamada derecha es totalmente ficticia. Los dogmas de la Historia nacionalista no tienen ese tipo de orientación. Deciden crear un pasado imaginario que nunca existió, ya que lo necesitan para justificar su política del momento. Cuando desafortunadamente (el caso de Esquerra Republicana de Cataluña es típico) no tienen historiadores que puedan crearles el pasado, y cuando sus líderes políticos no saben nada de Historia, entonces la consideran poco relevante y la dejan de lado. Esa ignorancia es la última degradación cultural del llamado nacionalismo.
Sin embargo, la tarea de bailar con lobos no se limita sólo al problema de cómo los nacionalistas confeccionan la Historia. Otros grupos políticos, que no afirman ser nacionalistas, también se unen a los que intentan manipular el pasado para falsificarlo. Esta tendencia a la manipulación ha tomado recientemente en España la forma de una campaña para «recuperar la memoria histórica», que significa, en lenguaje común, un propósito de crear una falsa memoria y una Historia que nunca existió. Desafortunadamente, la propuesta ha recibido el pleno apoyo del Gobierno, con el intento de proclamar el año 2006 como Año de la Memoria Histórica.
A bien seguro, es lamentable para una nación el día en que el Gobierno tiene el poder para manipular su Historia. Eso ocurrió con Stalin, y pasó con Franco. Ahora, parece que podría pasar con un Gobierno socialista, que tiene puestas sus esperanzas en financiar una imagen altamente ficticia de la Segunda República y de los años de la Guerra Civil. A mi entender, ningún historiador de prestigio ha respaldado al Ejecutivo. Uno de los principales hispanistas, Stanley Payne, ha mostrado en su más reciente libro, El Colapso de la República, que tanto los líderes republicanos como los de la derecha fueron igualmente responsables del desastre acontecido.
Asimismo, Anthony Beevor, autor de una reciente Historia de la Guerra Civil, ha subrayado en un artículo en el The Washington Post de hace dos semanas: «Aún hoy, tal como los antiguos derechistas -los nostálgicos del franquismo- no admitirán ninguna culpa en la cruzada de Franco, la mayoría de socialistas todavía se niegan a admitir que el ala izquierda del Gobierno del Frente Popular de 1936 era cualquier cosa excepto una víctima inocente. Algunos incluso rehúsan admitir que las huelgas, disturbios, expropiaciones de tierras, y quema de iglesias contribuyeron al colapso de la ley y el orden en la primavera de 1936. En junio de ese año, España se hizo ingobernable, tan caótica que la derecha puede argüir que un levantamiento militar había de tener lugar de cualquier manera. Y, en efecto, Franco aprovechó para aplastar la democracia. Pero la irresponsabilidad de las facciones izquierdistas le dieron tal oportunidad».
Una memoria histórica patrocinada por el Gobierno no conseguirá otra cosa que exacerbar tensiones que más vale dejar tranquilas. También demuestra claramente que la falsificación sistemática de la Historia no es sólo un monopolio de las minorías nacionalistas que buscan manipular el pasado. Beevor escribe en su artículo: «España ahora necesita un pacto de recordar, no de olvidar, pero debe ser una aproximación a la memoria completamente diferente, una que evite los fantasmas propagandísticos del pasado que se alimentan a sí mismos, una que reconozca libremente las peligrosas consecuencias de rehusar el compromiso». Ningún historiador profesional puede disentir de esto. Es adecuado terminar este artículo con las palabras de Hobsbawm: «Si no somos capaces de contrarrestar el abuso y la manipulación de la Historia y el peligro mortal que, con frecuencia, éstos traen aparejados en nuestros días, ¿no somos parcialmente responsables de lo que ocurra?»
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