sábado, marzo 18, 2006

Sábado


Cada Sábado, Raúl Rivero se regodea - se asombra, se siente culpable - de verse desde este lado de las rejas y contemplar el mundo, la vida, el mar que le separa de casa, con la sencillez del que sabe lo que es que no quedara nada más para vivir que la propia vida y una conciencia.

Agradecido, se toma la molestia de recordar. Me tomaré la molestia de que el recuerdo tenga un poquito más de poso:
Sábado

El color de cada primavera

En el ómnibus que nos llevaba a la cárcel, una mañana de abril de 2003, le pregunté al poeta y periodista Ricardo González Alfonso cuál había sido su momento más duro durante el fulminante proceso que nos condenó a pasar 20 años en prisión por escribir y opinar en el país donde nacimos.

«La noche que me pusieron en la celda al muchacho que iban a fusilar al otro día», me dijo y metió la cabeza entre sus manos que estaban muy juntas por obra y gracia de las esposas. Muy juntas, como si fuera a empezar a rezar.

- ¿Qué le dijiste, qué hicieron esa noche?

- Me quedé callado, no hablamos casi nada. El era un hombre sin creencias religiosas y lo iban a matar al amanecer. ¿Qué le podía decir? Yo creo que, cuando lo vinieron a buscar y se levantó de la litera, sentí que algo de mí se iba con él.

Eso es así. La vida, el azar o la ambición y la maldad de un dictador te llevan a lugares que no quieres en viajes reales o soñados.

Este sábado, yo que soy un hombre libre por España y por la voluntad de muchos hombres libres en el mundo, tengo que hacer un viaje a las prisiones donde 60 amigos míos, 25 de ellos periodistas, llevan 36 meses bajo llave y candado porque su manera de ver el mundo (su mundo) no coincide con la del Gobierno que tiene Cuba desde la década del 50 del siglo pasado.

Hace hoy tres años que se instaló allá la Primavera Negra y siguen oscuros y nocturnos los veranos y los leves inviernos y el otoño, desapercibidos.

Allá está Ricardo González y Pedro Pablo Alvarez, en el Combinado del Este de La Habana empeñados en escribir poemas detrás del hierro de las rejas pintadas con chapapote. Allá, Luis Milán y José Ramón Castillo garabateando sonetos en la prisión de Santiago de Cuba y Normando Hernández y Horacio Piña en la de Pinar del Río, enfermos, hacinados, en peligro.

En el centro de Cuba, cerca de Varadero con sus 22 kilómetros de espuma y agua azul, Ariel Sigler Amaya, condenado a 25 años, pero más atribulado porque a su madre, una anciana octogenaria, las turbas gubernamentales le rodean la casa, la insultan, la amenazan y la humillan.

Allá, con todos ellos, hoy y hasta el día que llegue la libertad.


Raúl Rivero, en su columna semanal Diario Libre, en El Mundo.