jueves, febrero 23, 2006

La soledad de las víctimas (¿un clásico?)


Este es un país cainita y contradictorio como pocos. Un extraño y cálido país donde la gente suele ser generosa en palabras y emociones. Un vendaval arrasa cualquier población de América Central y allá estarán los españoles enviando dinero, medicinas, sangre, lo que haga falta, en una orgía de solidaridad publicitada por la televisión. Vemos las aves empapadas en petróleo en las costas gallegas y hordas de jóvenes irritados y asustados por las consecuencias corren a llenarse los pulmones de azufre para limpiar la mancha física y moral.

Extrañamente, el país es poco sensible a las víctimas políticas o las que representan un mal colectivo. Puede que no nos guste la guerra de Iraq, pero los que están (estaban) allí son soldados salidos de nuestros hogares, hijos de nuestras mujeres, hermanos de nuestros vecinos, que por una decisión equivocada o no de nuestro gobierno están en el fin del mundo jugándose la vida en nombre de nuestro estado, o sea, de nosotros. No fuimos capaces como sociedad de generar mecanismos de apoyo moral a nuestros soldados. Sólo hubo protestas masivas, pero ni una palabra para los que estaban allí. Nosotros no somos una cultura que fríamente digamos "es su trabajo", pero...

Con los muertos y heridos de ETA pasa lo mismo. Somos capaces de ir a manifestaciones, pintarnos las manos de blanco, emocionarnos con la entereza de Irene Villa (nadie ha podido olvidar a esta criatura segada en plena adolescencia) pero (me incluyo) no hemos sido capaces de desarrollar un movimiento social de apoyo sostenido y real a los afectados, sobre todo de reconocimiento público. A veces, arropar es más que cualquier otra cosa. A veces, pararse simplemente en una calle de Mondragón y darle la mano a la concejala del PSOE amenazada y escoltada puede ser mucho más que cualquier dinero, cualquier acto. Digo del PSOE porque es a la que yo he visto físicamente. La prueba de este abandono emocional es la reiteración con la que solemos hablar de ello. También hemos sido incapaces de separarlo de la lucha, no política, sino partidista. Hace algunas semanas publicaba aquí las circunstancias del estreno de Trece entre Mil y el poquito, poquito, relumbrón que las instituciones públicas y la prensa concedieron a un acto y un producto audiovisual tan especial, tan poco partidista (bueno, sí, del partido de las víctimas sin mirar su carné).

Y ahora tenemos a las víctimas del 11-M. Un servidor esta vez sí pudo hacer algo: no lo contaré ni presumiré, pero me dio acceso a ciertos pequeños fenónemos. Mucha gente quiso cooperar en muchas cosas. Una noche, en un cine de la Gran Vía, se estrenó un largometraje compuesto de pequeñas piezas que se llamaba Madrid 11-M: Todos Íbamos en ese Tren. La película le gustó a los afectados por el tratamiento ausente de amarillismo del fenómeno y sus víctimas. La entrada era gratis, el cine inmenso, más de mil personas cabían allá. A la salida se habilitaron unas urnas para donaciones y unas mesas para vender libros con las fichas de las piezas de la película. ¿Saben cuanto se recaudó? Poco más de ochocientos euros. Estaban advertidos en el acto de apertura de que las urnas estaban, pero la gente ni siquiera dejó el importe de una entrada de cine normal. Parece, y no se trata de acusar, que cuando las cosas son anónimas, a todo el mundo le cuestan más. Los generosos españoles puede que sean así de contradictorios cuando su ayuda ha de ser discreta.

Ricardo Royo-Villanova me remite una nota (él trabaja en el Ayuntamiento de Rivas) en la que me pide que divulge la inicitativa de su Ayuntamiento de entregar una pequeña pero probablemente significativa subvención para la asociación de víctimas del 11-M. Pilar Manjón declara que gracias a ella podrán apoderar a los abogados en sus causas judiciales. Pero bueno, ¿no hay notarios que donen el coste de las escrituras? ¿los mejores despachos del país no se pegan por representar gratuitamente a estos desgraciados que son vecinos nuestros?. En fin, lo mismo estoy siendo fácil, me falta información y soy injusto, pero la sensación de que colectivamente no somos gente que sepa estar a las duras no me la quita nadie. Juzguen y júzguenme ustedes.

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