jueves, enero 31, 2008

Historicismos


Cuenta un historiador que la lucha contra el francés "fue nada más y nada menos que el nacimiento de una nación". De modo arrebatador, nos advierte del pobre reflejo que, nosotros, este pueblo adusto y poco querido de sí mismo, hemos dado a tanta hazaña al ser comparada con la gama de epopeyas que la cinematografía norteamericana ha llevado a cabo con sus orígenes nacionales en forma de guerras esclavistas y exterminio de indígenas.

Yo diría más, diría que ni siquiera se han escrito las grandes sagas de los reyes de Shakespeare. Fíjense qué bonito: "Aurora Bautista soltando cañonazos, Curro Jiménez y aquel disparate, El orgullo y la pasión, en el que Frank Sinatra y Sofia Loren hacían de guerrilleros, con Cary Grant de oficial inglés". Pero en las explicaciones periodísticas de las argumentaciones del sabio investigador, una afirmación es absolutamente inquietante:
El pueblo español no luchó por unos valores de progreso, sino por la patria como elemento emocional e identitario, la nación como expresión de la soberanía popular y un Estado unitario y centralista que, hasta entonces, no había existido.
Algunos deberían tomar nota de que, efectivamente, España tal y como la llamamos hoy, no existía antes de aquello, por mucho rey católico (y reina: menuda paridad, señora De la Vega) que conquistara Navarra con soldados guipuzcoanos. Puede que la historia confirme que, efectivamente, incluso catalanes y vascos se vieron conmovidos por la patria española en contra de sus propios cuentos chinos. Divertido es un rato, aunque francamente inútil.

Obsérvese que ninguno de ellos, según este caballero y bien parece que dice verdad, los llamados pueblos de España mostraron un interés especial en ninguna democracia de sustento. Lo interesante del caso no es que esto sea verdad o mentira, tal es la misión de la historia entendida como ciencia, por limitado que sea esto y por posible que sea contar con un método de trabajo orientado a extraer los hechos y separar la propaganda del suceso. Lo interesante es que en la defensa de la nación española gustan ahora los contemporáneos de basarse en este episodio para confirmar la realidad de la nación, que no es otra cosa que confirmar su inevitabilidad.

Siendo tan liberales algunos, incluída Esperanza, sorprende que no recuerden a Popper. Creer que un acontecimiento histórico implica un devenir, una ley, una razón de ser, podría convertirlos en hegelianos, marxistas y en hasta nacionalistas. La sorpresa es mayor en cuanto que es la misma munición que la celebración del milenario de Cataluña que organizó el señor Pujol, o la que dispara Artur al borde de las lágrimas ante la tumba de Guifré el Pilós (menos mal que esos franceses tan malditos profanaron la tumba de Isabel y no nos quedan sus cenizas para que bien Aznar, bien Bono o los dos, tengan la ocurrencia de ir a juramentarse). La misma ración de sopa de letras inevitables con las que da de merendar el Lehendakari, su partido, casi toda su oposición, día sí, día no, a los cruzados del pueblo que persiste agazapado debajo de un roble desde que la historia no tuviera ese nombre. En serio, no es Astérix.

Hasta ahora, la crítica intelectual al (los) nacionalismo(s), se basaba en el descubrimiento de las falsedades, las recreaciones y las inventivas sobre pasados inexistentes entendidos como frustraciones psicológicas de los vivos ante cosas que no han vivido o imaginan. Se le llama mito. Frente a ello, se argumentaba la superioridad de los derechos individuales, la condición de ciudadano sobre cualquier condena impuesta por los muertos o su recuerdo. Valía para todos, pero como Aurora Bautista disfrazada resultaba más parecido a un tebeo amarillento que a una novela de Tolstoi, el 2 de mayo era sólo una excusa para hablar de pintura.

En prueba de la pobreza intelectual que acaparan los políticos de las listas cerradas y su colección de fundaciones de propaganda que financian con nuestros impuestos, el argumentario ideológico para pedirnos que elijamos con quién cabrearnos ha recurrido a lo mismo: a vanagloriarse de una leyenda. El delirio de Rosa Díaz no mejora el asunto, y los ciudadanos de Rivera se quedan sólo en la resistencia y en un galimatías literario para decir que son de centro izquierda. Es lo que hay.