Me asomo a la hojarasca. Los papeles, que decíamos antes de los bits, y que hoy se esparcen como objetos del pleistoceno en parques y asientos de metro. Periódicos que antes eran espacios de veneración con evocaciones romanticísimas basadas en el olor a tinta, los envoltorios del pescado y el mito de sentir que se es o se era el cuarto poder: una de esas mentiras que tanto agradan a los tribuletes locales, despistados ante la evidencia de que para ocupar el cuarto poder antes tendría que haber uno, dos y tres y, sin embargo, no se le ve rastro a la secuencia.
Asomado, porque llevo muchos días en esferas lejanas, la vida local adquiere como tantas otras veces el mismo parecido tan reiterado a un coso taurino en el que Don Ramón María del Valle-Inclán apoyara sus brazos a contemplar: menudo guiñol, con sus malos y sus buenos, sus porras y sus mamporros, sus débiles princesas, galanes y graciosos. ¿Será por eso que cuando miro a Mariano no puede dejar de imaginármelo vestido de lagarterana?
Alberto San Juan sueña con la fraternidad universal, esa forma de religión en la que se asientan las buenas intenciones del hombre izquierdoso, ignorante o desprendido ya de cualquier vieja aspiración teórica de lo que en tiempos no lejanos estas cosas significaban. Bien provisto de cariño a las subvenciones y a la solidaridad en forma de tótem, regurgita con el premio que le dan sus compañeros y no-obstante-amigos, un arrebato contra curas y sotanas. Es jaleado. No hace muchos días los mismos hombres de esta religión fraterna culpaban a los curas de meterse en política. A diferencia de Franco, fíjense, que si no se recuerda al general gallego no sabemos hablar: hagan como él y no se metan en política.
El hijo de Máximo San Juan es vituperado. Digamos que insultado y pataleado. La indignación cundía en las filas conservadoras. Las mismas que insistían días antes en que mosenes y cardenales tienen toda la legitimidad del mundo para pedir el voto y opinar, no quieren la voz del artista. Los artistazos, poco después, se sacan de la manga una canción protesta como cuando eran jóvenes (entonces no tenían chalés) y la titulan como si fuera el sermón de un padre jesuita: defender la alegría. Las siglas PAZ parecen el trabajo de un mal publicista. Rauda, la hueste opositora devuelve el ingenio recordando quiénes son los beneficiarios del canon: esa panda de cantantes y cineastas cano(n)sos que le regalan una canción y no se ven lo suficientemente de cerca como para darse cuenta de lo patético, antiguo y cómico que resulta esta movilización tan de los setenta: igual de amarillenta que un capítulo de Cuéntame. Almodóvar dice que el suyo es un apoyo crítico, confirmando que entre gente inteligente lo de José Luis resulta palpable en su pobreza, pero haciéndose patente que la iconografía que rodea lo popular genera más arcadas que el bochorno llegado de León: una arcada siempre es más incómoda.
Rajoy se defiende a capa y espada diciendo que el cuento del pastor y el lobo ya no cuela. Y se ceba en plantar árboles hasta en las terrazas de un quinto piso. Tras ello, se obra el milagro: se convierte en el reflejo de Carod Rovira y pide examinar a los que vegan a vivir a esto que dicen que fue un imperio y nos olvidamos, de repente, de esa vieja aspiración a la libre circulación de personas. Porque es un examen de integración, como los de la Generalitat, que más miedo mete la prensa cuando parece que el pueblo soberano en su mayoría cree que la gente debe aprobar su conocimiento de costumbres "españolas". También quiere prohibir el velo. Qué interesante: Carod le dijo a una señora musulmana en la tele que ella y los suyos, pobres, debían aceptar que estaban menos avanzados por llevar velo. Es obvio que la libertad de ponerse lo que a uno le da la gana y el respeto a las convicciones religiosas no cuenta para nadie.
Los islamistas turcos, que ya se sabe que no son de fiar, aprueban cargarse el laicismo obligatorio, una tesis que defiende con denuedo nuestra Conferencia Episcopal, pero si es cosa de turcos habrá vestiduras rasgadas. Un islamista, por cierto, dicen que hasta con subvenciones, pide el voto para los socialistas, pero eso no es una intromisión, según unos, y es una terrible amenaza con resabios talibanes para otros. Por supuesto, nadie discute si el problema del velo es si es voluntario o si es por orden de la autoridad del padre, el marido o quien se meta en la voluntad del portador. Todo es muy Sarkozy a izquierda y derecha: monopolios públicos que compran empresas privadas, servidores de internet controlados para que no se descargue nadie lo que no deba y velo castigado en el armario.
Apuesto una ronda de gambas a la plancha a que alguien hace un comentario llamándome equidistante. En la barrera sirven cervecitas durante el espectáculo.
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