Con el simple pulsar de un botón, me entero de todas las cosas que son un cobarde. Que son muchísimas: miedoso, medroso, tímido, temeroso, pusilánime, atemorizado, apocado, acoquinado, achantado, encogido, irresoluto, amilanado, gallina, cagón, cagueta. Llevo varios minutos pensando en si me tengo que echar a temblar. Después caigo en la cuenta de que si me respondo un sí quedaría demostrado que quien responde es un cobarde. Ante todos ustedes.
Si la respuesta fuera no, conviene armarse de una buena dosis de antónimos, quizá para que al verlos impresos (tililando de píxel a píxel) se pudiera disponer de una especie de faro a las entrañas, un iluminarse interiormente a la búsqueda de esos pliegues arrugados frente al temor y ver cómo estirarlos: valiente, valeroso, osado, audaz, atrevido, bravo, intrépido, animoso, denodado, impávido, heroico, fuerte.
Elegiré impávido como antídoto. Impávido porque es sinónimo de impasible, e impasible el ademán, cara al sol, en el puesto que tengo allí, si te dicen que caí, pues proporciona una excusa traída por los pelos para que el texto tenga una mínima justificación editorial con los contenidos habituales de este tenderete semi-introspectivo dedicado a esas cosas que los libros suelen dar matarile con la expresión "la vida nacional". O porque haciendo el ejercicio de repetir cobarde, cobarde, cobarde, me quedo frío. O sea, impávido. De otra forma: mirando de frente.
Al frente: llamarse Berlin Smith (Chimp) es un síntoma de encontrarse frente a un cobarde. Tras la cortina, los que tuvieran que saber no saben, y una parte de lo que se es, no se muestra. A los que se muestra, no se deja saber. Tirar la piedra y esconder la mano. El refugio de un mediocre que se dedica a aparentar. O el escondite de un falsario. La reconstrucción de un ser discapacitado. Una vida distinta, una fuga, una segunda realidad. Mirado con atrevimiento y no medrosamente: la máscara de un actor. Un actor que quisiera simultanear muchos personajes. Una alternativa a la esquizofrenia. O alguien pendiente de examen de conciencia.
La cobardía intrínseca del género masculino. La aspiración a coleccionar cópulas diversas, contabilizables, novedosas, diferenciadas, frecuentes a ser posible, desmadradas e insólitas, aquí y allá, a favor y en contra, en pecado y ajustadas a derecho, pero todas ellas irresponsables, inconsecuentes, escenas de una obra que desaparecen tras el telón mientras la otra vida sigue su curso. Cuento: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Por lo menos. Seis veces en que el cobarde dejó pasar la ocasión de convertir, teniendo argumento, el cuento de la cópula en novela de sentimientos.
El riesgo del sustento. El cobarde que mira el abismo de la incertidumbre que supone volver a empezar. O el de quien vuelve a empezar demasiadas veces sin empezar lo que tiene que empezar. Quien contempla la llamada de sus padres cada aniversario de nacimiento a la espera de empezar de una vez, eso, lo único que habría que empezar. Y le sube un escalofrío: el tiempo empieza a descontar más deprisa de lo que suma. Quedarse en el sueño del jardín. Uno, que se ve por la ventana de una casa silenciosa y cálida, el refugio que pudiera al fin ser construido y encontrado. El sitio donde mirarse al espejo y observar las arrugas, las cicatrices incluso, sin echarse nada en cara.
(Claves interpretativas para visitantes caídos del cielo: Pepe el Grillo se apareció vestido de indio en esta carpintería y yo no sé por dónde pasaron las hadas azules)
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