lunes, enero 08, 2007

La acción bajo los focos (y, al fin, Leo McGarry)



Este tipo es lo mismo que Dick Cheney sin ser Dick Cheney. Si Dick Cheney es el cerebro intelectual de la presidencia Bush hijo (incluyendo las luces), Leo McGarry es el motor, promotor y, también, cerebro político y estratégico de la presidencia de Josiah Bartlet. Como esto es teatro, Bartlet tiene luces propias.

El cuento es como sigue: McGarry y Bartlet son dos viejos y entrañables amigos del ala más liberal, a la americana, del Partido Demócrata. Bartlet es Gobernador de ¿New Hampshire? ¿Massachussets? y McGarry un peso pesado del partido, antiguo ministro y, por supuesto dado el cariz de la serie, un señorito de profundos y honestos valores para la política. "One of us", que diría Sam Seaborn. Cierta mañana McGarry aparece en el despacho del que por entonces simplemente llama Jed y, tras un abrazo intenso pleno de regocijo, clava una servilleta de papel, recién salida de cualquier cafetería, en un caballete que porta un cartel irrelevante e insustancial: una astucia del escritor para poder hacer ver y dar la solemenidad de los hitos a una servilleta arrugada. Primer plano: a mano, está escrito en capital letters "Bartlet for America". El resto es historia, tan historia que el episodio sólo se conoce por un flashback en una de las conmemoraciones de la victoria de Bartlet: de amigo a amigo, el buen Jed regala a Leo un cuadrito pequeño. Dentro, la servilleta: Bartlet la ha conservado todo ese tiempo consigo mismo y ahora devuelve con ternura, e ilusión por ilusión, la misma servilleta to his old buddy, al escudero fiel.

Sólo una vez Leo McGarry llama a Bartlet por su nombre coloquial y abreviado, Jed, en toda la serie, incluso cuando visita la residencia privada del Presidente. Es un momento de cabreo, un momento de tensión en el que se mueve por instinto. La reacción de Bartlet viene a ser ¿cuánto hace que no me llamas Jed? La cuestión es que desde que es elegido, incluso para el compañero de fatigas, para ese viejo amigo que ha visto crecer a tus hijas, se ha convertido en Mr. President. Lo llamativo, quizá para mí, quizá para todos nosotros en este país que borró el usted como una forma de respeto al desconocido, es que el propio presidente acepta y no invita al amigo a cambiar el tratamiento. Vete a saber si en el silencio del despacho oval George jr. es George jr. y no Mr. President, pero me juego algo a que no nos van a dejar saberlo.

Sin teatro, sin ceremonia, sin reverencia, que son todas ellas palabras alternativas unas veces a temor, otras veces a respeto, el poder, la insititución no es nada. Que sería del papa y los cardenales sin esas túnicas y esos cirios, sin su latín; que sería de la Reina de Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte sin esas carrozas, su corona y su entrada solemne en el Parlamento. El Mapuche nos advierte que todas estas cosas tienen que ver con el chimpancé que no nos abandona y que llevamos tatuado en la genética de lo imperfecto de lo humano. Vete a saber si sin imperfecciones seríamos humanos. Pero lo cierto es que tantos siglos de indagación en busca de una teoría del conocimiento que funcione y los pequeños seres a los que denominanos hombres (mujeres, también, pero ya saben que el lenguaje nació machista), seguimos teniendo las entendederas muy dependientes del vestuario y el atrezzo de las otras personas y las cosas: de ahí que alguien le solucionara a José Luis el problema de los trajes (no sé si se fijaron, el José Luis candidato no tenía una chaqueta en la que los botones le cuadraran). No eran, verdaderamente, de señorito, hasta que tras múltiples esfuerzos alguien debió llevarle al sastre. No era Felipe, según dice él, muy amigo de la imagen, pero es seguro que las chaquetas eran de buen paño.

Zapatero, a priori, y diría que en la práctica, tiene ventaja. Es alto y delgado, así que el smoking le sienta estupendamente: Felipe no podía evitar parecer un maitre d'hotel y Aznar una reencarnación, con su bufanda blanca, de Christopher Lee. Con la Familia Real, en cambio, nunca hay dudas. El chaqué siempre está impecable (ah, no, no es alquilado como el que se precisa para las recepciones diplomáticas para todo bicho viviente de la Administración), la reina y las infantas llevan el modelo preciso con la compostura precisa (nada de ir de estrellas de cine, que es lo que suelen entender las mujeres de los ministros y las ministras por traje de gala). Son cosas de siglos de entrenamiento, desde pequeñitos. Me contaba precisamente eso un buen conocedor de Antonio Banderas: Melannie - la Griffith - se siente como pez en el agua entre fotógrafos y tribuletes sabiendo siempre mantener la sonrisa y la cara de no haber roto un plato. Se supone que odiándolos por dentro. Es normal, ha crecido con ello. Antonio, en cambio, lo lleva mal, le descompone.

En los cursos de oratoria te advierten que el público se forma una opinión de ti desde el momento en que te ve. Es decir, que desde el instante en que apareces en escena y hasta que se te da la palabra, cada gesto tuyo, tu propia postura, son elementos críticos de la comunicación. Es decir, te enfrentas a la parte más difícil que debe saber hacer cualquier actor: escuchar. No, no se trata de prestar atención, sino de que el público piense que estás prestando atención a un diálogo que ya te sabes y en que ellos deben creer que te sorprendes, averiguas, reaccionas sin abrir la boca. Ayer en los vídeos de la Pascua militar (¿no es una contradicción en sí mismo la suma de ambos términos?) la cabeza de José Luis giraba de un lado para otro, arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha, la mirada perdida en cualquier punto en una señal inconfundible de tedio. Ni un sólo plano, ya es mala suerte, permitía percibirle atento o solemne a las palabras del Rey. El Príncipe heredero (es decir, de Asturias), por el contrario, el entrenamiento militar hace mucho, permanecía firme y con la mirada al frente sin que por un segundo nadie pudiera decir que no escuchaba a su padre, a su jefe, al Capitán General del Ejército.

Recuerdo que en una de las resacas del 11-M estaba yo en Antena 3. A la hora del minuto de silencio establecido, fuimos poco menos que desalojados y empujados frente a la puerta del edificio en San Sebastián de los Reyes. Allá, en el centro de todos, se situó Mauricio Carlotti. Él y unos pocos, miraban la puerta de entrada del edificio. Los demás, le mirábamos a él. Por supuesto, sus americanas son del mejor corte y porte, pero ante todo mantuvo una dignidad absoluta propia del momento. Casi en posición de firmes, sin modificarla ni un momento durante el minuto o tiempo que fuera (más, seguro), ningún observador hubiera podido decir que no estuviera sintiendo u honrando la seriedad de la ocasión. Sentí en ese momento que se trataba de un hombre consciente de que le siguen los focos.

Muchos de los análisis de estos días coinciden en la supuesta ingenuidad, inexperiencia, iluminación y hasta falta de conocimiento del primer ministro (léan el de la Rahola: "Ser Bambi es placentero. Pero en las crisis, los cuentos de niños desaparecen"). Nada nuevo, todos lo repiten. Yo lo he dicho tantas veces que siento que parezca que les hago perder el tiempo con una nueva reiteración. En realidad, es una profundización. Nuestro Presidente del Gobierno no ha tenido ninguna clase de experiencia ejecutiva de Gobierno hasta que accidentalmente cayó en la silla. Él, un poco como Aznar, todo hay que decirlo, siempre creyó que ganaría basándose en su intuición personal. Todos los insiders relatan su fe en esas intuiciones y cómo cree que siempre ha acertado. Da que pensar que se trata de un iluso. Bueno, será lo que sea. Sostengo que el aprendiz ha pasado a senior porque el desengaño de tratar con ETA sin haber tenido en cuenta lo que los que la han tratado aprendieron de los tratos con ella, haberse tragado el anzuelo de la negociación en plan Mandela y en plan Gerry Adams (a todos nos pierde el brillo), cuando aquí se trata de cosas muy distintas, mueve siempre, aunque no se confiese al propio examen personal: ahora la experiencia de gobierno es real.

Si la sabe aprovechar o no, es otro asunto. Es probable, que la suma de "Pasqual, aprobaré...", los coches bomba y, si es un poco más perspicaz, la percepción de que le atrapa la misma araña que a Aznar en su relación con los incendios, los cayucos y su lejanía de las ruinas del parking, dé lugar a un cambio de conducta. Alguno. Raro sería, nadie es de piedra. Aunque sea un cambio equivocado. Pero lo cierto es que es en estos días en los que queda patente lo más grave de estos últimos tres años. No es la agenda política del Presidente, por muy radical que parezca, es la incompetencia en llevarla a la práctica no basada en su falta de intelecto (mucha gente piensa que carece de él, yo no lo creo) sino en la falta de conocimientos y experiencia para llevarla a cabo. De la patética imagen del primer consejo europeo al que asistió, su falta de verdadero análisis de en qué consisten las opciones nacionalistas (no porque sean malas en sí mismas, sino porque no comprende su verdadero sentido), la falta de astucia en generar concordia y no ruptura quemándose vivo en temas, en el fondo, menores; a su falta de saber estar desde un punto de vista institucional, por no hablar de su conducción de la política internacional, el país y su partido está pagando el cursillo de aprendizaje del hombre que nos tiene que liderar como país: la institución no es sólo del ocupante.

Leo McGarry eligió un tipo para llevar a La Casa Blanca que no le avergonzara al decirle en la intimidad Mr. President. Hay algo inevitable en el liderazgo de ganarse los galones. El padre de Juan Granados nos ha facilitado vía Sartine una contribución esencial a la ciencia del liderazgo, tan almibarada en la mayoría de las ocasiones: "el que manda se jode y se queda a pie firme hasta el final". Ay, José Luis, se te ha encogido el talante en estos días.

La decepción verdadera es que esta nuestra democracia, imperfecta, tan imperfecta, pero que después de todo ahí sigue, con ETAs, PNVs, Esquerras, Gales y Filesas, Giles y Rocas, con Terras Míticas y Manacores, con los Albertos en la calle, un lugar donde el imperio de la ley pervive aunque puede que resquebrajado, es resueltamente incapaz de seleccionar los líderes capaces de hacer que los dos bandos que suelen helarnos el corazón se pongan de acuerdo en percibir la dignidad del que encarna la institución. Mejor dicho, en sentir que la transmite. Honorables y Lehendakaris tienen otra suerte. Puede tener que ver con la mirada que les dan los súbditos, pero tiene mucho que ver la pasta del ocupante. Precisamente, ver que Zapatero está desnudo hace más estruendoso el vacío que nos deja Mariano: A Mayor Oreja le bastaría una ronda por todas las radios esta semana para salir disparado en las encuestas. Y que conste que no es al tipo que querría votar, que eso da para otro artículo, es que tiene el saber estar, quizá porque ya ha enterrado a casi todos sus amigos víctimas de decir lo que pensaban y en lo que creían. Supongo que saben quién los mató.