Esa parábola de la naivité política, ese ejercicio de la república en manos de los hombres justos, ese intento de representar a la política con nobleza, la propia fe de los personajes en sus firmes valores, todo eso que es El Ala Oeste, ese reencuentro con Shakespeare y el poder en la era de la televisión, las bombas atómicas adormecidas y las guerras como consolas de videojuegos tiene una enorme virtud en su teatralidad: escenifica el ideal de la política y los roles y dilemas que rodean al Príncipe. El arte, presto para el debate de la vida cotidiana.
Josh Lyman es el cerebro político. Un tanto patoso, peligroso a ratos por su tendencia a meter la pata por su propia incontención, pero precisamente por ello creativo y falto de barreras para diseñar los grandes movimientos en situaciones comprometidas. El complemento necesario en el desarrollo y explicación de las ideas, el altar que hemos dado a Sam Seaborn. En esta nuesta republica, una republica con reyes de juguete, solemos carecer de movimientos rompedores y si de algo carecen los reyes de Madrid, a diferencia de los sucesivos lehendakaris de casi todos los vascos, del honorable, de casi todos los líderes de la identidad, es de la convicción para marcar la agenda política poniendo los grandes temas encima de la mesa desde la posición más favorable a sus intereses. Quizá porque compartida o no, confundida o no, tienen una imagen fiel, repleta de orgullo, de ese componente utópico que sin duda la política no tiene más remedio que incluir, y que es una imagen de los que deben ser sus repúblicas. Sus republiquitas, que ellos son capaces de poner con erre mayúscula.
En esta hora de nuestro descontento, la pregunta que debe contestar el fiel edecán al monarca es qué hacer, qué camino elegir, ¿cómo ganar para nuestro partido la causa de los hombres justos? Los tiempos lo son todo. Los tiempos, son breves. La oportunidad, eso que los americanos, tan descriptivos, tan racionalizadores, definen asociado a ventanas que se abren y se cierran es ahora. ¿De qué forma pueden el príncipe acorralado, incluso el aspirante a sucesor, convertir la derrota en victoria, las cenizas en plumas y condicionar el debate político a su causa?
El razonamiento me resulta sencillo: si la causa de nuestra divergencia es el debate de las consecuencias políticas de la violencia, si hemos dirigido al dedo acusador al nacionalismo vasco que no acojona por su disposición a recoger las nueces de los torturados, los muertos y los chantajeados, si la batalla se ha marcado en el cumplimiento de una ley que obliga a prescindir de esa vaguedad de la violencia para competir por los puestos de gobierno, si no ha habido un momento como este en el que la paciencia con unos señores que, con la incomprensible comprensión de muchos hombres sabios, retuercen el lenguaje y la moral para eludir su propia conciencia ante la sangre y las balas, es hora de ponerle fin.
Es el momento en que Josh Lyman aconsejaría un gambito de dama, en el que Cortés quemaría las naves. Así, el Príncipe debiera declarar que no volverá a sentarse ni con ETA, ni con sus representantes en la tierra, ni podrá considerar ninguna forma de participación electoral ni en la vida pública, con aquellos que no pongan encima de la mesa y antes de empezar a discutir su mera relación con el código penal la renuncia expresa, irrevocable, indubitada, a que eso que llaman violencia sea ninguna clase de método para hacer política y para obtener ventaja política, para vivir a costa del miedo del vecino.
El mensaje es para hombres firmes. Para hombres que saben que la vida consiste en hacer elecciones, elecciones morales también. Es elegir una agenda política y, a lo mejor, morir con ella. Pero tiene dos ventajas: nadie puede reprocharte nada y pone fin, cambia el tercio, de la dinámica de treinta años. Treinta años de hablar, de discutir, de soportar el debate sobre el destino de una tierra en el que de todo se ha hecho para encontrar encajes jurídicos compatibles con las sensibilidades que lo componen, treinta años en que se han dado oportunidades sin fin para que los portadores del trabuco lo dejaran en casa y se presentaran a las elecciones. Ya no se puede jugar por más tiempo con las cartas marcadas. Esto vale para Otegi, para Ibarreche, Arzalluz y Egibar, para Errazti y Garaicoechea. Es la hora de romper la baraja, de elegir: no hay debate con pistolas en la mesa, no vale eso de que no hay que esperar a que ETA se marche para decidir el futuro (el futuro que yo quiero) de los vascos (de las personas, tal vez) si se oye el silbido de una bala.
Anasagasti, a quien debo admitir que tantas cosas feas he dicho, dio ayer una lección de moral:
Para el senador del PNV, el nacionalismo vasco tiene que ser "ético", además de "democrático" e "inteligentemente reivindicativo". "Un planteamiento político que no sea ético no está validado para liderar ninguna sociedad. Y si no se acepta esta premisa, se estará aceptado el comentario de que 'Aquí no pasa nada'". "Aquí ha pasado mucho. Demasiado", enfatiza.Ha pasado mucho, demasiado, como para no percibir que es el momento del todo o nada. Es lo que pondrían en boca de Josh Lyman los guionistas de El Ala Oeste, esos orfebres del dilema.
Además, asegura que "la cosa no puede quedar en una mera condena" y confía en que no haya "tanta frivolidad en la clase política para hacerle caso a una Batasuna que ahora le echa la culpa a quienes no han puesto los medios para que ETA no pusiera una bomba". Según añade, Batasuna tiene ahora "una ocasión de oro para desmarcarse de ETA o callar para siempre".
Finalmente, lamenta que, pese a las afirmaciones de que el pueblo vasco no permitiría que ETA volviese a atentar, la banda terrorista ha atentado y después "la fiesta ha continuado". "Las botellas de cava y de champán se han descorchado, la gente se ha felicitado ante el nuevo año y en lugar del sonsonete de la lotería de navidad de los niños de San Ildefonso, ese falso buenísimo simplón aboga por seguir como si aquí no hubiera pasado nada", subraya.
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