domingo, noviembre 11, 2007

Lanzas rotas a la vera del Pacífico (Caín y Abel en desconcierto)



Rebuscaré el texto que acierto a vislumbrar en mi memoria balbuceante: decía yo que José Luis no tenía o no había aprendido uno de los elementos esenciales del poder bien temperado: saber estar. Decía yo que, muy por el contrario, la familia Borbón en su conjunto, especialmente la ex princesa de Grecia que porta la mayor inteligencia de la familia, tienen ese arte aprendido en el comedor de casa.

El ejemplo era la constatación de que borbones todos, se duda de los cónyuges, tienen aprendido que son permanentemente observados cuando están en público y cada gesto, cada postura, cada tiempo medido, la fuerza de cada mano que se estrecha o la amplitud de cada sonrisa son mesurados por un público que escruta las interioridades del pensamiento de monarca, consorte y herederos. Tengo, incluso, la sospecha de que saben llorar deliberadamente aunque no sientan la necesidad. También tengo la creencia de que lloran cuando no les miran y por motivos muy diferentes a los que les hacen brotar las lágrimas en presencia de público.

La anécdota era algo de estirpe institucionalísima: Juan Carlos y Felipe uniformados, rígidos y con la mirada puesta de tal forma en la que nadie podría decir si miran a alguien ni que no miran al lector anodino del discurso. A su lado, José Luis era incapaz de prestar atención y desarrollaba todos los síntomas (eso que entusiasma a la gente que devora libros llamados del lenguaje no verbal en los que esperan entrenarse en esos secretos para seducir o robar) de no saber estar en los sitios. No era, a mi gusto, la primera vez. Debe decirse que esas cosas se aprenden con los cachetes y las frases en voz baja e imperativas que dirigen los padres a los niños díscolos en las visitas o a la hora de la misa.

Así José Luis mantuvo el tipo y defendió al fascista ese de José María. Rompo lanza por el primer ministro que abandona la categoría de aprendiz. Me sorprendo por el borbón nervioso que deja que la gente sepa lo que piensa por dos veces en dos meses: lo que piensa de Federico y lo que piensa de Hugo, las dos veces rodeado de micrófonos y altavoces. ¿Es la edad? ¿Es el aburrimiento o la soledad que produce ser soberano y estar siempre callado? ¿Es la hora de pensar en el retiro cuando se llega a la conclusión de que a estas alturas de una vida uno ya no se tiene que callar? Vito Corleone, anciano ya, le decía a su hijo Sonny algo que Fidel Castro sabe bien: que no sepan lo que piensas, no hay que confundir propaganda con estrategia.

Frente al jolgorio del ¡toma corte! que produce ver a Chávez reprobado, uno de esos seres que no pueden dejar de hablar nunca, que se oyen solos, que se cargan de razón y que ponen altavoces a sus gritos y obsesiones incesantes, yo prefiero la calma del primer ministro. En nuestro cainismo, llevábamos también casi al orgullo y al despedazamiento el hecho, no se sabe si intencionado, de que mientras el presidente de los Estados Unidos pagaba con dura moneda los desprecios del aprendiz, el ex primer ministro y sus edecanes se sentaban a merendar con los edecanes de Bush demostrando al orbe la realidad: que José Luis es - ¿ha sido? - un chisgarabís, chiquilicuatre incompetente y sin experiencia jugando al monopoly con el poder inesperado. Guárdense: el puesto hace mucho, son tres años ya y domina mucho mejor el ceremonial y las palabras: la insustancialidad es la misma, no en vano son tres años de una gestión poco habilidosa, pero va desapareciendo la abundancia de flores y pasteles de los seguidores de krisna para convertirse en un caimán de la propaganda.

Y debe decirse que José Luis se ha portado, seguramente por primera vez, como estadista al servicio de la ciudadanía defendiendo a un Jose Mari que, dicen los cronistas del periódico global en español, ha sabido agradecer lo que no fue capaz de hacer él con Jorge Arbusto de América: aquello tan esperable en patriotas de los de antes como right or wrong, it's my country y que por muy estúpido que fue José Luis no se puede contribuir a que un jefe de estado extranjero ningunee a tu primer ministro, aunque sea tan impresentable (es que es la palabra) como el portador de la zeta. Y, para terminar esta diatriba que seguro que entra en la categoría de mis entradas aburridas y que sólo me interesan a mí, debe decirse que el Borbón no estuvo en su sitio y se comportó como un colegial. Pero nadie parece decir que tendrá consecuencias en política exterior, como el no levantarse de la silla, y decir lo que no debes decir en visitas a colegios o pequeñas ciudades africanas en las que no se sabe si te escuchan.


(Oh, qué horror, diciendo cosas bonitas del enemigo, ahora me llamarán equidistante. Qué mala idea es enemigo)