sábado, noviembre 17, 2007

Derecho de los sentimientos



Es una sentencia que sólo me produce interrogantes:
Así, reivindicó el supuesto derecho de los vascos a no sentirse español e incumplir por ello la Ley de Banderas
Ah, ese maldito Ibarreche, martillo de españoles. El lehendakari de los vascos y las vascas vascos y vascas de verdad, se lo pasa en grande vacilando a sus enconados rivales, el Partido Popular, con el entretenimiento y la picadura de las banderas. Él no la pone. Ni la va a poner. Azkárraga tampoco, no tiene dinero, dice. A mí, de entrada, me surge una duda: ante el hecho evidente de que el gobierno plenamente constitucional de los vascos- es un dato real, quiera o no quiera el PNV - opta constantemente y desde hace años por la desobediencia civil, ese mismo mecanismo que condujo a Ghandi a arrancar la independencia de la India, como medio de relación con el resto del cuerpo constitucional de instituciones, ¿tienen sentido las proclamas escandalizadas ante la realidad, ante lo más honesto que ha hecho nunca el PNV desde que es PNV, que no es otra cosa que decir que no son españoles y la claridad con la que ha dejado de cooperar en toda su historia con la democracia en España buscando únicamente la supuesta - esa, sí - soberanía foral?

Por eso líneas de periódico como las que cito me resultan entrañablemente torpes, sorprendentemente ingenuas. Libertad Digital, que me suele parecer que no publica noticias sino versiones editorializadas de las noticias, es el medio que presenta en su entradilla - es decir, texto noticioso - esta valoración de la honradez verbal del lehendakari. Desmenucemos las palabras críticas: "supuesto derecho de los vascos a no sentirse español". Bien, me parece que en el derecho no se ha establecido ninguna obligación de sentirse español, ergo es evidente que no existe el derecho a no sentirse español. Ya, ya sé que me van a decir que se dice con la fina ironía de mostrarle al señor Ibarreche que no tiene argumento legal para oponerse a la ley. Pero en ello subyace una proposición muy limitada, un ardid para consumo de leales: ¿supone algo el razonamiento para cualquier vasco o vasca que no se siente español? Nada. Es tan trivial como la aspiración de Mariano en su discurso apolillado de presentar la bandera española como la bandera de todos. El hecho es que sólo lo es jurídicamente. Toda la argumentación es un regodeo para autosatisfacción de los seguidores, no un rosario de propuestas para quienes son los verdaderos destinatarios, aquéllos en que es evidente su rechazo de la identidad española.

Y esta es la cuestión: el sentimiento de ser parte de una comunidad, el de creer que se es acogido por unos símbolos, no es materia de ley, es imposible determinar por textos legales lo que debe sentir la gente. Todo el argumentario nacionalista de cualquier especie, incluido el español, se basa en creencias, mitos, deformaciones de la realidad, emociones, canciones e himnos; recuerdos obtusos y noticias históricas que se miran con filtros coloreados para sacar ventaja; constructos ideológicos que sacrifican la voluntad de los vivos para sometarlas a una supuesta idea del pasado que tiene que ser reconstruida y rehabilitada y que mira con sospecha, cuando no con inquina y venganza, a quienes no encuentran por ningún sitio la necesidad de participar o construir ese edificio. Lo único que tiene garantía de no ser falaz y oportunista son los sentimientos. Eso es fe, religión. Es elegir un equipo de fútbol: sentir la camiseta, ese reproche que se le hace al futbolista no entregado, al galáctico que trabaja por un sueldo astronómico, jugadores rápidamente tachados de mercenarios si no se identifican con los colores: La tragedia es que no es obligatorio, ni obligable ni desmostrable. Simplemente, es. Pedirle a un jugador brasileño que le importe más la camiseta del Real Madrid que la canarinha es pedirle peras al olmo.

Pedirle a un militante del PNV que se sienta español o que abandone la creencia de que los vascos tienen una soberanía originaria que, entre otras cosas, permite a algunos tener el argumento moral que disculpa, explica o atenúa, por ejemplo, el sufrido valor patriótico de los asesinos (Xavier piensa que es muy jodido ser terrorista, hay que imaginarse lo jodido que es ser víctima) o, también por ejemplo, que acepte la Constitución Española, que dice otra cosa, es pedir peras al olmo. Es contrario a su camiseta y sus sentimientos. Luego existe un problema político que se manifiesta en el número de votos que, una y otra vez, los que tienen otra camiseta obtienen y que no paran de insistir en que quieren otra ley. Para ser escuchados, recurren a la desobediencia civil. Queda el argumento de la moralidad de su empeño al ser simultáneo a la existencia de un chantaje en forma de pistolas, pero una vez cesado, si es que cesa, el matonismo ¿cambiará por algún motivo la filiación de los sentimientos?

Él dice que va a hacer un referéndum pasándose la ley por la piedra. Obsérvese que ni siquiera apela al mecanismo constitucional de reforma para solicitar los cambios, una forma de decir que no acepta la validez del instrumento pues, sostiene, porta una soberanía anterior. ¿Se le va a meter en la cárcel? ¿Se va a poner fuera de la ley a todos los que no izan banderas o se va a poner por decreto lo que hay que sentir? ¿No es la democracia un instrumento para tomar decisiones sociales y canalizar los conflictos colectivos? El miedo a usar la misma democracia, y no me refiero al aparato legal, para defender la camiseta contraria o para superar el hecho de que la ciudadanía tenga que ser un problema de camisetas resulta muy significativo de la naturaleza del asunto: si a los sentimientos sólo se oponen decretos me parece, con toda franqueza, que no merece la pena.

Hasta hoy, todos los que ingenuamente han querido, aplacar, solventar, cerrar el problema creado deliberadamente por lo que llamamos nacionalismos lo han hecho desde una perspectiva centrada en la reforma de leyes secundarias (un estatuto o un presupuesto son, al final, secundarias desde esta perspectiva), en la esperanza de que la cantidad de discrecionalidad que tienen en su mano los gobiernos de los que no se sienten - aunque sea parcialmente - españoles termine por eliminar el conflicto. La realidad ha demostrado que el conflicto es más enconado y deprimente 30 años después de la muerte del general que en vida del gallego de Ferrol. Reducirlo a traidores y miserables, a bajar la condición de quiénes no ven en Cádiz, 1812, la fuente de razón, legitimidad y verdad política, es de una pobreza intelectual que conduce a la depresión. Si no fuera porque siempre les queda Noches Confusas.


(momento en el cual suena una fanfarria para hombres corrientes, póngase en su emepetrés a Aaron Copland y disfruten de este blog)