domingo, julio 01, 2007

Queer for a day (and ever, si me fijo bien)


El hallazgo del día fue el del bar del chino Jose. Me llevaron las power lesbians, ansiosas de un botellín frío como es debido. El chino es chino de verdad y atiende al distinguido público tanto a la llamada de "chino ponme", como a la de "Jose ponme". Lo más singular es que, además de que los quintos de Mahou están siempre con la temperatura que exige el placer más absoluto, el chino pone unos pinchos de tortilla que te cagas. ¿Dónde lo aplendió?. Tiene también el bar del chino Jose un espléndido ventanal desde donde podía estarse atento a la aparición de las primeras carrozas. Bueno: autobuses y camiones. Y qué camiones.

Mi legendario temor por las aglomeraciones y las masas reivindicativas se llevaba bien anoche. Quizá porque mi alma descansa mejor entre degenerados. Quizá porque unos cientos, miles o centenares de miles de millones de personas bailando mientras desde un autobús con cincuenta tipos con cara de Freddie Mercury truena I want to break free resulta algo más próximo al carnaval de Cádiz y a la molestia que suele ser la noche de fin de año en el centro de la capital del imperio que a los pueblos en marcha. El olor a orín de los machos asaltados por la incontinencia me hace ponerme muy femenino: es repugnante y debo pedirle a Gallardón que invente algún procedimiento químico que haga caer en pedazos el prepucio de los meones callejeros como castigo divino a la peste de la juerga.

Ver a las abuelas con las nietas peleando por coger confetti y bolsas de Zero mientras unos señores con las nalgas lisas y finas como un quesito holandés exhiben su perfecto depilado, me hace pensar. En mi optimismo proverbial: si unos días los curas acuden con sus familias unidas y pacíficamente se calzan un par de canciones, lemas entretenidos y luego se van a su casa; si otros días las familias inesperadas de hombres y mujeres que hacen sus cositas en privado por el método inverso al previsto salen a la calle con sus partes al aire y luego se van tranquilamente a su casa; y si, pasmosamente, el alcalde de turno consigue que a la mañana siguiente los residuos orgánicos e inorgánicos (esto es, botellas, latas y papelitos) de toda la masa que alardeaba están barridos y a buen recaudo para que la ciudad conserve su esplendor, es que aquí se vive muy bien.

Es decir, que el grado de oxígeno vital colectivo (uy, he dicho colectivo) es mucho más rico y eficiente que lo que el drama cotidiano y su eterno olvido por puro aburrimiento de lo que funciona parecen querer decir: que no digo que reivindicar y defender lo que uno piensa no está muy bien, sino que la libertad práctica, esa de que yo hago mi vida y dejo hacer a los demás, goza de buena salud en la vida cotidiana. Ver a unos velludos caballeros vestidos con el mínimo y negrísimo cuero suficiente para cubrir su paquete testicular, gorras de tipos peligrosos, movimientos lascivos arrojados a la masa, cabezas afeitadas y bigotes frondosos enarbolando una enorme bandera española confirma que el escándalo es ya imposible.

¿Oh sí? Hablarle a una joven recepcionista militante de no sé qué acerca de mi preferencia reconocida por los Estados Unidos para muchas cosas importantes de la vida, mi deseo insistente en que se permita de una vez por todas las libertad de horarios (cómo estaba el súper del cortinglés hoy domingo, oigan), que se cierren las televisiones públicas ipso-facto y mi angustia porque el gobierno no me time con la pensión, le hacen mirarme con una extrañeza solemne. Peor: luego se lo cuenta a todita la oficina y compruebo que hay comentarios en voz baja. Verdaderamente soy rarito. Y escandoloso. For ever.