domingo, julio 22, 2007

Un pequeño detalle que se suele escapar de la reflexión pro-española...



La resurrección del mito de Iberia en manos de Saramago le sirve a El País para hacer un interesante artículo sobre la verdadera dificultad de este fenómeno. En todo caso, todas las patrias se han construido a partir de sueños, así que lo mismo un día aparece un Garibaldi mediático y empieza a construir un espacio sociológico galaico - portugues - castellano - catalán - euskérico que encuentran cool (cuando era menos repipi, yo decía molón) ser ibérico como el jamón y no miembro de naciones del siglo XIX. De ese artículo se puede extraer la reflexión que se escapa, creo, del debate intelectual (y no intelectual) que sobre el nacionalismo, explícito o no, vivimos en estos lares:
Para el hijo de Mário Soares, la identidad portuguesa se fraguó como un nacionalismo antiespañol, "que alimentó una lógica de hostilidad que se ha ido borrando con la democracia, la UE y a la España plural".
Ahora viene la provocación: el nacionalismo vasco y catalán, el gallego tan rupestre, el andalucismo y el resto de derivadas que han llegado hasta hoy parten todos de la misma idea. Es decir, la identidad vasca y catalana se ha desarrollado no sólo opuesta a la española, sino como identidades "antiespañolas".

Conviene explicar las comillas: en las arengas de Losantos, "antiespañol" es otra palabra para el término traición. El verdadero sentido de antiespañol debe interpretarse como defensivo, es decir, que España, cuando venga, te coja confesado porque, como sabemos, alguien te va a helar el corazón. La tradición democrática basada en una idea jacobina de España (digamos que eso es 1812) tiene la mala suerte de que si no ha fracasado en plan Gil de Biedma, sí que ha fracasado en términos emocionales: es simplemente imposible borrar una iconografía que asocia lo español al abuso mucho más allá de lo esperado de la imagen de rapiña de los viejos imperios. Una iconografía que está vinculada inevitablemente a la decadencia y el retraso. De ahí que "progreso" y "progresismo" tienen como sujetos oníricos un poder que nunca podrá, hoy por hoy, evocar las palabras liberal y, ni mucho menos, derecha. Derecha significa todo eso de lo que tienen miedo los portugueses, los catalanes, los vascos... o por lo menos la parte de ellos que más cuenta. Y derecha significa también todo aquéllo a lo que se tiene miedo cuando uno recuerda los tiempos de Fraga como ministro, y eso que Fraga tenía un trago al lado de Carlos Arias, que aunque tenga un carácter autoritario (de la autoridad de quien tiene una porra) siempre ha sido un conservador coherente con el parlamentarismo.

La izquierda española resolvió este problema refugiándose en las ideas de los pueblos oprimidos y el anticolonialismo, aceptando ideológicamente que todo nacionalismo no español era, como mínimo, más decente y casi seguro que democrático y liberador, lo que no podía ser el español. Así, toda una generación de izquierdas (era de izquierdas todo lo que no era derecha, era rojo todo lo que no era Bahamonde) se dedicó a demoler todo lo que pudo el ya de por sí poco atractivo edificio de la iconografía española: si quienes gritaban España eran las folclóricas y Manolo Escobar, era difícil sentirse orgulloso de ello. Si se comparaba la moral de la calle con la que nos traían los Beatles, la cosa estaba clara. En este camino, se tardó bastante en descubrir que los nacionalismos no españoles contenían elementos tan totalitarios y anuladores de la libertad individual como los inventados por los seguidores de la Falange. A diferencia de la Falange, los nacionalismos periféricos tienen una larga trayectoria de partidos no fascistas, aunque sí muy conservadores a veces. La diferencia esencial, es que nunca abrazaron la construcción de la patria con uniformes, estética militar o abrazos a la causa del partido único: no se pusieron camisas pardas para romper cristales hasta que apareció ETA y ese lapso que fue Terra Lliure.

La reivindicación presente de España como nación desde el lado liberal y conservador tiene un problema: sus resortes doctrinales con pedigrí decente quedan prácticamente constreñidos a la Constitución de 1812, pues el fracaso de la Segunda República y su memoria centrada en ideas izquierdistas bloquea psicológicamente basar una idea de España sobre fundamentos republicanos clásicos. El problema de esta visión es que sus elementos emotivos, ese pegamento de ilusión y fe que suelen hacer las naciones son inexistentes o han sido borrados por la historia. Es decir, es perfectamente posible, de hecho lo es, que España sea una idea plenamente democrática y exitosa desde el punto de vista de sus rémoras (en otras palabras: la superación del atraso, la decadencia y el folclorismo), pero la idea carece de soporte emocional y popular, especialmente en aquellos territorios donde la supervivencia de los corazones helados se ha basado en crear identidades "antiespañolas".

Por tanto, el debate para la derecha que busca dignificar su nombre y alcanzar la plenitud de legitimidad que puede tener en cualquier otro sitio al que siempre mirábamos antes con envidia, es saber construir un armazón doctrinal que supere los nacionalismos empezando por el español. Muchos lectores me dirán que el nacionalismo español es una guasa comparado con muchas manifestaciones del nacionalismo vasco. A nivel ideológico o de vida cotidiana, desde luego. Pero a nivel onírico y de sensibilidad, esto no es así. Les pondré un ejemplo que me afecta: el enfermo de gota lo es para toda la vida, y en el momento que tiene un ataque agudo, un simple roce de una sábana le hace ver las estrellas. España da gota. Los nacionalismos periféricos, no: para que sientas algo, han de partirte la cara. Es pura percepción, pero es la que es.

En mi modesto pensar, quienes sienten la necesidad de sostener y crear una nación española tienen que desarrollar una creatividad y un análisis intelectual muy profundo para revisar todas sus ideas sobre lo que es una nación y reenfocarlas. El camino es arduo. Primero tienen que reconocer como los alcohólicos que la idea de España no tiene prestigio, o no lo tiene donde tiene que tenerlo. El segundo, es que el tipo de prestigio que le asocian los defensores tradicionales de esta idea simplemente no lo compra nadie que tenga que comprarlo. El tercero es que el grado de contradicción de identidades es tal a estas alturas de la vida que sólo permitiendo (asumiendo) que se resuelva la contradicción en términos de decisión social (una reforma constitucional basada en la manifestación clara de un territorio por su presencia en España, junto con garantías de lealtad al conjunto) puede producirse una catarsis para que el ciudadano de a pie pondere sus opiniones y creencias fuera de un contexto de resistencia o reivindicación. En otra ocasión recurrí a términos de Sala i Martí, la capacidad para elegir sector público.

El cuarto es el verdaderamente difícil, porque tiene mecanismos paralelos de emociones y realidades. Se llama Madrid y sus resortes de poder, el mecanismo de interelación entre el poder político, la élite de negocios afincada en Madrid y la tendencia a asumir que debe tomar decisiones de acuerdo a la conveniencia de la supervivencia política del poder central. ¿Ejemplos? Tenemos dos clarísimos y recientes. Uno, el PSOE de Madrid y el affaire Sebastián, dónde la cúpula del partido ha hecho tragar a las bases madrileñas la estrategia que le convenía imponiendo líderes inadecuados en función tanto de la incapacidad de los socialistas madrileños para tener una buena organización y candidatos con talento, como para resolver los problemas estratégicos del Presidente del Gobierno. El resultado es que han vivido en sus carnes lo que piensan los periféricos desde hace algunas centurias: usted no piensa en mí, sino en usted, y no precisamente por el bien colectivo, sino por el suyo particular.

El segundo caso que ilustra esta idea es el asunto Endesa. Ha sido la reedición del intervencionismo gubernamental y la tendencia inveterada de la España profunda, a veces tan negra, a depender del poder político para hacer negocios. Nada mejor que, Jaume Canivell, ese vendedor de porteros automáticos que encarna José Saza en La Escopeta Nacional para entender el cansancio, la irritación y el absurdo de cómo los que emprenden han de pagar peajes irracionales a la conveniencia de los burócratas.

Maragall, un hombre de ideas interesantes pero obtuso en su ejecución y disparatado en la explicación, siempre ha abogado por la construcción de redes y la descentralización armónica del entramado nocivo madrileño. Lo de la CMT se hizo tan mal, que un esfuerzo auténtico por compartir los beneficios de la ubicación física de la Administración General del Estado parece borrado del mapa por mucho tiempo. Pero es necesario.

Sinceramente, yo no veo a Mariano capaz de hacer esto. No porque lo diga Berlin Smith ha de ser la verdad y el futuro. Sólo plantea un mecanismo de renovación ideológica para la derecha y la idea de España que pueda ser comprado por quienes no lo compran: se llenan la boca de liberalismo y no asumen o no entienden que es precisamente el adelgazamiento del estado, incluidos los gobiernos autonómicos, lo que puede permitir eliminar el clientelismo de todas las administraciones para que los ciudadanos sean libres de establecer sus relaciones comerciales y personales como mejor les convenga. Que es la cruzada por las privatizaciones, especialmente de los medios de comunicación, la que les puede dar fuerza para adquirir legitimidad en la no intervención, que es plantear una verdadera propuesta de independencia de los organismos reguladores desvinculados de Madrid lo que le interesa a la gente, que es la renovación de los mecanismos de representación lo que puede recuperar el atractivo por la democracia. Que es asumir la libertad individual de que cada uno elija el idioma e identidad que desee sin crear escalas jerárquicas (sólo el castellano es obligatorio para todos, que no lo sea ninguno). Es más Euston, con sus defectos o aspectos más opinables para alguien como yo, que 1812.

En fin. Tremendo domingo por la mañana: lo que iban ser tres líneas de una cita se me ha convertido en una especie de ensayo. Toma modestia, que venga Carlitos. Pero lo cierto es que me deja perplejo el análisis que pretende recuperar la nación española sin eliminar o hacer público con un liderazgo efectivo una propuesta no sólo coherente con los tiempos, sino a la que no le se le pueda echar un dóberman a la cara. Una osadía que permita a alguien levantar el dedo y decir que no se puede ganar cuando el órgano fundamental de tu partido se llama comité, junta, o lo que sea con el apellido nacional, exactamente igual que CiU y PNV. Y que cuando no se gana no es cuestión de cambiar la ley electoral para que me salgan los números sino adherir voluntades a un proyecto legítimo y legitimado. Y eso no quiere decir que cosas como CiU y PNV no tengan también que hacer su trabajo de actualización. El angel caído Piqué era capaz de poner en evidencia alguna de estas cosas.



(Y a todo esto, que si España no existe tampoco pasa nada: surgirán nuevas oportunidades y nuevos costes, se perderán otras ventajas y otros costes. La dimensión europea no es ninguna bobada, ni la extensión de las redes. Y si aparece alguien creativo para crear un ente más práctico y mejor para vivir que se llame, por ejemplo, Iberia, habría que ser capaz de romper moldes para centrarse en lo que importa: conseguir un marco en el que las personas, ojo no las patrias, puedan desarrollar la incertidumbre de sus vidas con el menor número de obstáculos al tiempo que preservan la capacidad de decidir sobre su destino)