El consumo es delicioso. El capitalismo tiene cosas muy alegres que pasan desapercibidas precisamente por ser alegres, ventajosas. Solemos acordarnos más bien de sus desperfectos, que los tiene. El problema, como el de la vejez, es el de la alternativa. Esta noche una afrancesada cadena de librerías ha abierto sus puertas en exclusiva para sus "socios", ese otro nombre que le dan al comprador compulsivo de sus libros para que siga repitiendo: me encanta mi alienación.
Abro la portada de El camino de los Ingleses. Sufro un ataque de espanto al comprobar esta laguna cultural imperdonable en mí: no es una película de Banderas, es un Nadal. Y el Nadal, a pesar de los tiempos que corren (¿lo ven? ya me lamento del capitalismo) es literatura. Dice: "Ésta es la historia de Miguel Dávila y su riñón derecho". Necesariamente, tuve que sucumbir a mi estado alienado y pagarlo con mi tarjeta de "socio". Este es el blog de Berlin Smith y su riñón derecho. De su hígado, situado a la derecha, su vesícula, de la que puede decirse lo mismo y sus inflamaciones producto de los cristales de ácido úrico.
En una estantería cercana, el tratado divulgativo del yogui discípulo del otro yogui que es mucho más grande que el primer yogui, me explica que el cuerpo no elimina fácilmente el exceso de ácido úrico que incorpora el comer carne. Dicen otros que ni marisco ni cerveza. Por eso la dieta virtuosa es vegetariana, cuyos seguidores resultan ser más fuertes y resistentes a las enfermedades. Seguramente, más longevos. Una historia apasionante del hombre más viejo del mundo desde que el mundo es mundo, un inglés del siglo XVII, atribuye al protagonista la muerte tras ciento cincuenta años de vida: no muere de viejo, sino de un atracón de carne y vino tras una centuria de fruta y verdura.
Tal vez sea la sabiduría de la naturaleza la que me hace saborear por primera vez en mi vida las judías verdes que le echo al sofrito del arroz que hago los domingos a mediodía, con algo de rape, un puerro picado, alguna gamba o alguna chirla y un caldo de pescado que elaboro la tarde antes a la tradicional manera. Vegetariana resulta con toda seguridad la tortilla de patatas que, asombrosamente, no aparece en ningún restaurante de este ramo como lo que debe ser, una delicatessen. Piénsenlo: patata y aceite de oliva. Incluir huevo, es un síntoma de no ser un vegetariano radical y no conviene ser radical.
La leyenda cuenta que fue el cocinero de Zumalacárregui durante el sitio de Bilbao el que inventó la tortilla de patatas (que es un acto de amor: de madres a hijos, de esposas a maridos, de amantes a amados). Un plato pues, absolutista, lo que demuestra la necesidad ya señalada de no ser radical. Me siento ya a estas alturas como un Haro Tecglen cualquiera, que la providencia de San Carlos Marx tenga en su seno, empezando de un hilo y no sabiendo dónde termina: la cuestión es que por culpa de mi riñón y del riñón de un hijo literario de Antonio Soler no sé si debo leerme esta novela esta misma noche ("En el centro de nuestras vidas, hubo un verano", qué certero ¿quién no tiene uno?) o irme al cine primero y ver los colores primorosos con los que Antonio Banderas ha pintado su versión de celuloide.
(Qué hermosa esta impaciencia: la de no saber si la novela es realmente tan sutil como el equilibrio de nuestros riñones y si el ritmo del cineasta deja suficientes gramos de fascinanción. Qué interesante es la curiosidad)
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