La estirpe de Mariano no es la de Martin Luther King, o la de un Kennedy. Tampoco es la de un Winston Churchill o un De Gaulle. Ni tampoco la de gente tan cercana como un Felipe González o un Sarkozy. No es Adenauer ni Willy Brandt, no es Margaret Thatcher ni Nelson Mandela. Simplemente, no nació para liderar un campeonato de ideas, no tiene genética de rompeolas ni faro. Lo suyo no es más que el trabajo ratonero, oscuro, fino y silencioso del cuidado del pasillo, del arrejuntamiento de voluntades para la firma de convenios.
No tiene por qué ser una rémora. Pero la derecha española sólo puede superar su desconcierto, su inercia, su ausencia de lenguaje y brillo con un liderazgo gigantesco que huya del tono a polilla y a traje oscuro que destila cada aparición de Rajoy en la televisión: una prueba de cómo la ingeniería de comunicación no puede resolver la falta de producto. El cuadro organizado, siempre un atrezzo de jóvenes, emigrantes o mujeres bien aseados perfectamente dispuestos para que el tiro de cámara coincida con el presunto mensaje. Los suaves colores azules y naranjas. La parafernalia es demasiado evidente y hasta chirría ante la ausencia de mensaje.
Por ahí dicen que Mariano equipara Ciutadans a Ruiz Mateos y a Jesús Gil, fenómenos de vida efímera carentes de capacidad para trasladar su presencia fuera del feudo original. Qué poca clase. Qué poca visión, qué anquilosamiento. No puede decirnos que Ciutadans es moralmente lo mismo que Gil o Ruiz Mateos. Mariano no ganará nunca, no tiene la estirpe de los que ganan, no tiena la raza de los que llevan un foco puesto y no sabe bien qué hace haciendo lo que hace: ser el líder de un partido no es un oficio, no es una administración, es una pasión: por el poder, las ideas o las dos cosas a la vez, pero es amor, no contabilidad.
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