miércoles, octubre 26, 2005

Mi amigo del alma es catalán


Nos conocimos en un viaje desesperado. Abandonados por nuestras mujeres de entonces, juramos lealtad a la república en un antro inimaginable, un escenario propio de Casablanca en decadencia: un hotel desvencijado en un puerto pesquero pequeño y sucio, el último sitio donde pudimos comprar la última cerveza con trazos de frescor, el último sitio donde encontramos el último aire acondicionado que se pudiera llamar así, la caspa más grande que pudiera encontrarse en un país tan salvaje, tan perdido como Somalia.

Seguimos viaje acompañados, el cielo sabe por qué, de otros casi tantos a quienes las mujeres, los hombres, el aburrimiento, había dejado solos. Él hasta ligó con una alemana de castellano aflautado. Tenía problemas, porque follar, lo que se dice follar, follaba bien, pero en la parte postcoital no le salía espontáneamente la cosa del cariño dicha en castellano. A la alemana, tampoco. La alemana tenía niños. Huyó del lío. Y así pasaron los años, viéndonos aquí y allá, llamándonos ahora y después, puteando con un gol del Madrid, jodiendo con una victoria del Barça, bajando a Barcelona con cada aniversario, sentándonos con la nueva mujer, con el hermano, con la nueva mujer mía y los otros de aquí y acullá. “Berlin, no sabes lo que me cuesta hablar con mi hermana en castellano”. En casa de Aleix, salvo estando a solas, él y sus hijos me hablan en catalán, yo contesto en castellano. “Cierto año de mi adolescencia me reuní en un suburbio de Boston con mis hermanas después de muchas semanas sin vernos. Mi amigo gringo se cabreó porque hablábamos español entre nosotros: yo tampoco sé hablar con mis hermanas en otra cosa que no sea castellano”. Aleix fue de quienes se cambiaron el nombre cuando se hizo legal. En casa Aleix, en el DNI, Alejo. Su primer patrón le obligaba a que sus tarjetas de visita pusiera su nombre en castellano, el insistió en que su nombre era Aleix. Terminó mal, se marchó él. Una tarde me llamó a casa: “estoy preocupado”. “¿Por qué?”. “Mi hijo” – quince años tenía el zagal y yo sé que era cierto – no habla castellano”. “¿Y de qué te preocupas?”, dije yo. “Del mercado de trabajo”. La madre de la criatura solucionó el problema en un pis pas: un verano en Salamanca con los abuelos maternos y siguió cometiendo las mismas faltas ortográficas, ingentes, en los dos idiomas. Pero ya hablaba castellano. En el negocio de mi amigo del alma, se coge el teléfono diciendo bon día: unos días me presento en catalán a su recepcionista, otros en castellano, ella se ríe siempre. Pero hay mañanas en que los clientes de fuera de Cataluña la insultan antes de pedir que cambie de idioma. Últimamente está cabreado: su hija se ha echado novio del cinturón de Barcelona y entre ellos, aunque él habla el catalán con toda corrección, se expresan – es decir, se besan y se quieren – en castellano. Cosas de la vida, así se conocieron, así se gustaron. A ellos, parece darles igual.

Y así seguimos tomando copas de coñá francés cada vez que nos sentamos a cenar porque nos gusta como nos emborracha el puro aroma que respira el licor, y empezamos a contarnos como eran las jugadas de Dino Meneghin y la alineación entera del Barça y del Madrid cuando el baloncesto era el baloncesto. Después me jura que el día de la independencia, si es que llega, el velará porque al bajarme del AVE en Lleida se me entregue mi pasaporte de la república catalana y yo le digo que mi domicilio escondido del centro de Madrid se hará estado libre asociado de esa república. Cada día que me manda un correo de alguna campaña en contra del cava o de La Caixa me lo dice, “¿Lo ves?”. “¿Qué veo?”. “Que nos odian”. “Bueno, no seremos todos”, le digo yo.

Mi amigo del alma no es que sea catalán. Bueno lo es, pero lo que verdaderamente es, es mi amigo del alma. Así que no me siento bien con la posibilidad de que haya gente que nos diga que somos extranjeros (bueno, eso, él y yo nunca lo seremos), no me siento a gusto con la gente que me dice que no tengo que comprar un radiador de Roca porque es catalán como mi amigo. Estatuto o no estatuto, no soy demasiado feliz con este ambiente de analfabetos yendo al fútbol en que se ha convertido todo esto; este aire irrespirable de quienes me dicen que les robo porque vivo en Madrid o que les impongo yo que sé qué cosas y qué injusticias, de quiénes me dicen que nos quieren romper el país, de quienes afirman ampulosamente que el catalán es gente pesetera y taimada, que Pujol es enano y tiene que hablar en castellano. Me agota el que cada conversación con nuevos amigos catalanes termine derivando en “¿qué pensáis en Madrid?” y en “¿cómo es que entiendes el catalán?” y de que haya que hablar en Madrid y en Barcelona de cómo están las cosas, de si no se nos entiende, de explicarles a los de Madrid que si te mezclan los idiomas no es descortesía y que tiene que ver por cómo te has relacionado con esa persona antes, y del insistente ataque institucional al castellano, del asombroso expolio fiscal que luego parece que compartimos madrileños, catalanes y mallorquines con respecto al resto, la memez esa de cantar himnos en los patios de los colegios, la de pretender que Cataluña no es otro país dicho en el sentido más amplio del término para que no se me enfade nadie… Tantas cosas tan cansinas donde la verdad, las buenas intenciones, la exageración, la irresponsabilidad y las venganzas generacionales se mezclan en manos de insensatos de una orilla y otra que disfrutan lanzando hachas no se sabe contra quién y que han dejado de importarme demasiado: yo quiero a mi amigo del alma. Que es catalán, una casualidad como cualquier otra.

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