Érase una vez un profesor de filosofía español, vecino de una pequeña localidad alemana y empleado por su reputada Universidad. Si tuviera que describir al personaje le daría tres trazos: listo, intelectual - por supuesto - y un tanto mangante.
El hombre tenía entre sus intereses el estudio de la creatividad y la innovación. Era un profesor de filosofía, así que está centrado en definir y saber qué es eso de la creatividad y no en políticas industriales en socorro de socialistas despistados con el origen de la creación de la riqueza de las naciones. A él, estudioso del fenómeno, le gustaba empezar sus conferencias en España provocando al respetable. Muy taurino él, preguntaba al público su opinión acerca de quiénes podían ser considerados más creativos, si los españoles o los alemanes.
En el país que proclama su orgullo por los Velázquez, los Goya y los Picasso al tiempo que culturalmente reivindica en forma de ingenio el arte del engaño y la proverbial improvisación convertida en flexibilidad a la hora de gestionar métodos y procedimientos, los asistentes se hacen la ola y proclaman con orgullo que son, precisamente, los españoles los más creativos e ingeniosos. Me pregunto qué diría Chiquito de la Calzada.
El astuto profesor recitaba entonces el número de patentes registadas en Alemania año a año y el que siempre tenemos por magro número de patentes carpetovetónicas, número del que desconozco el resultado una vez descontadas las patentes vascas y catalanas si tal cosa puede analizarse estadísticamente. La sensación de ridículo ibérica era siempre compensada por el público con la duda proverbial y el desconcierto conceptual: resulta que ser creativo no es únicamente pintar cuadros. Y eso que el imaginario se olvida de que Alemania es el país (bueno, una cultura repartida en varios países históricamente) de la filosofía, la ciencia y la técnica, y que si consideramos a los austríacos como alemanes (que ellos me perdonen) el resultado de las contribuciones de los hablantes de alemán al progreso y la innovación mundial es bastante rotundo. Y está Beethoven, al que todos conocen, no se crean.
Introducida la duda en el lector acerca del potencial creativo intrínseco a todo Pepe que va a Alemania y con un cordel arregla lo que no está en el manual de operaciones de la fábrica, les diré que las fuerzas vivas que velan por la integridad de la identidad española han estado muy poco creativas últimamente. Seguro que los lectores de prensa deportiva han sonreído muchas veces ante las noticias de deportistas que ocultan con esparadrapo los logotipos de las casas comerciales que les patrocinan cuando por otro compromiso no está permitido que aparezca el rival empresarial. Juegan con la camiseta con la que cumplen el contrato pero no aparece la simbología que arruinaría el contrato de los otros.
Por eso no entiendo como a ninguno se les ha ocurrido añadir, con buena mano costurera, unos esparadrapos al nombre "España" que pusieran "resto de" en la camiseta de esos bravos defensores de la patria que son los futbolistas de salón que se rasgan las vestiduras por jugar contra otros bravos defensores de la identidad catalana por encima de todo. Salir a jugar con el nombre "Resto de España" con esparadrapo le hubiera dado un toque inteligente, bien humorado, desdramatizador y no agresivo a los que están definitivamente preocupados por la necesidad de que España sea una cosa determinada: nadie podría verla como una identidad temible, se vería a gente con ingenio y cintura para hablar de las cosas que nunca se quieren hablar. Ya saben: ¿tiene la gente derecho a decidir su corazoncito? ¿cómo se regula ese derecho cuando hay corazoncitos en litigio? Patadas futboleras aparte, parece que no estamos dispuestos a pegarnos por ello, así que desde la razón, las buenas palabras y la búsqueda de la ruptura de los caminos trillados - tan cansinos - los defensores de la nación española tal y como nos la presentan debieran encontrar caminos para que se la vea divertida y atractiva. Digo yo.
(Pero ahora es cuando me dirán que si el totalitarismo nacionalista, la equidistancia y las traiciones y todas esas cosas; que si el pesado de Tardà y el tontorrón de Carod. Es que unas cosas no quitan otras, oigan).
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