Todo ciudadano ocurrente repetía la otra mañana el cuento del café. Seguramente porque me rodeo principalmente de gente aturdida por la mezcla de ilusionismo y poca competencia de José Luis Rodríguez, el Príncipe, los comentarios iban todos dirigidos a la sorpresa y presunto orsay del rector de nuestro destino en lo universal.
Desde matizaciones de fina agudeza, como el rostro demudado del prócer ante la aparición del abuelo Pachi (una especie de ¡mierda! exclamado a solas de su vida interior), hasta la reiteración cansina de ese mal que asola a todo jerarca en los cielos y que no es otro que el de haberse olvidado de cómo es la vida callejera: eso que llaman el sentir del pueblo. Pueblo, masa amorfa que ostenta la plusmarca mundial de portavoces de sus sentimientos.
Al último interlocutor le dije: “yo tenía una respuesta muy sencilla: no bebo café”. Abrió los ojos y me dijo “genial, claro”. Sé que ustedes no dudan de la genialidad intermitente de Berlin Smith Bonobobo (después de todo, soy vago, todo lo que transcurre en mi entorno mágico/digital lo hace entre interrupciones), pero que también no dejan de apuntar hasta el detalle más tonto de mis contradicciones, una forma educada de referirse a mis mentiras, y saben que he declarado solemnemente que el café no forma parte de mis infusiones. En la deriva zen propia de la cuarentena, soy bebedor extasiado de Pai-Mu-Tan, una variedad de té blanco que dice la propaganda que estaba reservada al consumo exclusivo de los emperadores de la China. Un snob, evidentemente.
En un acto que me hace pensar que mi identidad digital y mi identidad ciudadana empiezan a confluir, sentí la necesidad de mantener esa coherencia, es decir, la honestidad de no mentir y confesar que la respuesta no era en absoluto genial, era la verdad estricta. Después de todo, pensé, era fácil que al no poder aparecer el abuelo Pachi, perdido en la memoria histórica, no se conformara el navarro agudo y replicara, “¿pues cuánto vale pues el té blanco?”. El impacto que la máscara de presunto gourmet metido a Príncipe hubiera causado en el común, es decir, el Pueblo antes soberano, hubiera sido probablemente más destructivo: nos gobierna un pijo gilipuertas.
Estoy asombrado de la cantidad de españoles que saben lo que cuesta un café. Yo, se lo juro, no tengo ni idea. Esta certeza me permitiría asegurar fuera de toda duda que Berlin Smith es exactamente tan incapaz como el desconcertante Rodríguez de gobernar un país. Un razonamiento derivado de este último demostraría algo verdaderamente más enjundioso: el hecho de que todos los españoles encuestados deriven la validez de un gobernante por su meticuloso conocimiento de lo que vale enrollarse con los amigos en la barra de un bar, demostraría que es irrelevante cuán competente es para el trabajo en el momento de poner su nombre dentro de un sobre y meterlo por la urna.
Mientras contemplamos el espectáculo del derrumbamiento de la credibilidad de unas instituciones que, si bien antes tampoco la tenían aún podían disimular, anda el Pueblo inquieto porque el Príncipe no sabe lo que cuesta un café. Si le hubieran preguntado por un tallat, seguramente la cosa hubiera terminado en una proposición no de ley en el Parlament de Catalunya de Esquerra Republicana del mismo país con la redacción que se les ocurra en términos de afrenta, vindicación de la diferencia y llamada a la acción.
El Presidente Rodríguez le dio un canal de televisión a un amigo haciendo matonismo con el BOE (soy testigo), cambió la ley para que no tuvieran que cumplir una sentencia firme unos que van de amigos pero que suelen ser gángsteres (por aquello de te hago un favor, me lo tienes que devolver), ha demostrado con hechos y palabras que las instituciones que él manifiesta aspirar a su limpieza democrática y bla, bla, son simples correas de transmisión (con Aznar, se disimulaba): Tribunal Consitucional, CNE, CNMV, Consejo General del Poder Judicial…; reivindica la neolengua al hacer leyes que proclaman la igualdad promoviendo la desigualdad (verán el cachondeo futuro de las cuotas); quiere gobernar nuestra vida privada limitando en nombre de nuestro bienestar la capacidad para regular nuestras relaciones personales para decidir de qué forma nos intoxicamos, nos embriagamos y comemos, y nosotros, el Pueblo, nos caeremos del guindo por el euro de un café.
Felipe y sus esbirros ofendían la inteligencia de cualquier hombre sensato semana a semana desde que dijo enterarse del GAL por los periódicos. Siguen en ello, como el señor Vera ha demostrado esta quincena al confesar públicamente y frente a un juez que se dedicaba a corromper fiscales con su dinero y el mío, caballeros. El individuo que se dedicaba a presentar la realidad deformada que este señor acaba de confirmar, es ministro de este Gobierno y tuvo la catadura de asegurar que España merecía un gobierno que no le mintiese: uno nunca sabe si debe alegrarse ante la aparición de un converso.
Se confirma, por tanto, que el abuso de poder es un rasgo inherente de los chimpancés y que en la carrera por transformarse en bonobobo no hay más remedio que limitarlo y reducirlo por todas las maneras posibles. Afecta a todos los chimpancés, también a los de camisa azul, a los de barretina y txalaparta. Rodríguez juega a la prestidigitación de hacer creer a los corazones de la gente de buenas intenciones que él es un hombre de altos ideales porque es capaz de enumerar los sueños inalcanzables de nuestra pobre existencia. Ya sería triste que el truco se desvelara por un cortado. Debiera recordar que la insensibilidad ante las infusiones no es buena consejera: Bahamonde firmaba las sentencias de muerte tomando tazas de chocolate y los emperadores chinos ni son ya ni tienen el privilegio del té blanco.
Epílogo 1: Hablemos de Asia. Moka, el otro nombre del café, son unas pocas ruinas cercanas al mar en el Yemen. No queda nada, más que un calor insoportable y cuatro piedras. No muy lejos de allá, Pasolini rodaba su versión de Las Mil y Una Noches. A este chimpancé le galvanizó siempre esa imagen del falo de oro apuntado desde un arco contra la vulva de una virginal doncellita. Yo quería indagar en esa vulva invisible y me preguntaba si el falo disparado por ese efebo tan propio de Pasolini no haría daño, qué horror, a la doncella. Sepan que los paisajes están ahí en realidad, las caras, las paredes, las ventanas de madera que rodó Pasolini existen en el país más detenido en el tiempo del mundo, con permiso de los monarcas de Bután, y que pocos territorios son más bellos, violentamente bellos.
Epílogo 2: Creo que la bolsa de cien gramos de Pai-Mu-Tan me cuesta unos veinte euros. ¿Más que el café? En Etiopía siempre sabe más rico, lo siento por Juan Valdez. Pero debo decirles que esos cien gramos cunden. Tengo para unos dos o tres meses de placer, para lo que recomiendo sumergir las hierbas en el agua caliente algo más de los dos minutos que le sugieren los diligentes mercaderes que se lo sirven.
Epílogo 3: Las ideas, importan. Las ideas reales, por supuesto. Es obvio que José Luis responde al prototipo de todo izquierdista que cree que el interés general sólo puede interpretarse en clave salvadora y que la legalidad sólo es un obstáculo que debe superarse. Hay otros salvadores, qué duda cabe, pero encuentro al izquierdismo institucional y popular mucho más cínico en su relación intelectual con sus aspiraciones, la realidad y su forma de llevar a cabo el intento de conciliar una cosa con la otra. En fin, se trata de un tipo que cuando le piden un autógrafo escribe “paz” antes de su nombre. Estamos frente a un gilipollas contemporáneo. Hay que tener cuidado, porque te arruinan: la euforia conduce a la sinrazón, dentro de poco pensará que la economía va bien gracias a él (¿pero no era eso de “es la productividad, estúpido”?) y puede tener ideas propias. Ozú, qué miedo, chavó.
Nota para Mapuche: usted me recrimina mi acidez descompensada hacia José Luis I, el Bueno. Descompensada porque no tengo epítetos tan contundentes como la contemporaneidad imbécil que atribuyo al diputado de segunda para su rival, ese aseado registrador de la propiedad. Esto creo que es por dos razones: una) de momento, Mariano no tiene potencial para hacer el gilipuertas con nuestro dinero: hace mucho frío en la oposición; y dos), Mariano no es un depredador del poder, por eso resulta tan desdibujado, sólo es un buen consiglieri y un aplicado muñidor de acuerdos con poco ruido, un tipo que hace los deberes pero que, como describió el Butano Censurado, tiene de bueno que pasa por los sitios sin mancharse y de malo que pasa por ellos sin limpiarlos. Un líder designado a dedo sólo es un funcionario. Le doy por amortizado.
Epílogo 4: ¿Le cuenta Sonsoles cada noche a José Luis un cuento? ¿En un proceso invertido en el cuál sea el Sultán y no su cuentista quien pierda la cabeza el día que se quede sin historia que contar?