He aparcado en Manhattan Beach. Me llama un argentino para ver la puesta de sol más abajo, en Redondo Beach, pero no llego. No me espera: la resaca se oía por teléfono y comprende. Estimo el valor de mi soledad, me siguen faltando páginas de Coupland por terminar. Despacio, saco el auto hacia atrás. La montura es un favor de la empleada de Avis que se ha acojonado ante mi paciencia por una reserva que no aparece: me subieron dos, tres o cuatro categorías. La calle es estrecha, la pendiente ligera, tras la línea imaginaria del fin de la calle una avenida y después el mar. Levanto el pie del freno y me deslizo suave y lento hacia abajo. Un golpe seco y veo un muchacho volar que cae delante de mis ruedas. Se me para la mente: no comprendo nada, me he movido medio metro. Tardo en reaccionar, pero alcanzo a poner ese freno de pie de los autos automáticos y bajarme. Se levanta del suelo y le duele el bazo. No sé si ese es el lado del bazo. Levanto la bicicleta - casi minúscula - y la aparto de la calle. Me dice que no me ha visto. Le quiero llevar a un hospital, su casa, donde sea. No quiere y no quiere. Toma la bici y apoyando la mano en su dolor, se sienta en un banco. Vuelvo a gritarle que le llevo. Vuelve a decir que no. Súbitamente decido que me tengo que marchar. Súbitamente recuerdo que soy extranjero y que puedo haber atropellado un niño. Aunque me haya atropellado él.
En unas lomas no lejos de acá, suben los mexicanos en días de niebla buscando un tropiezo, una llamada a un abogado. Veo al niño mirándome mientras me voy. No tiene teléfonos de abogados.
|