Pasan los días de resaca de estatuto, del campo de batalla se levanta el humo de los cañones y a la luz del sol quedan cadáveres y heridos. Intento vislumbrar sus nombres y seguir el rastro de su estrategia, dónde situaron las tropas, por dónde las movieron, cuáles fueron los señuelos, a quién perjudicó el mal tiempo. ¿Borodino? ¿Austerlitz? ¿Waterloo? Pronto para saber.
El pequeño Napoleón que nos gobierna llegó a la silla con la única experiencia de haber estado toda su vida chupando banquillo en un oscuro banco del congreso. Tonto no debe ser y tonto no era. El tipo tiene un amplio historial de supervivencia y agudeza para colocarse en el sitio justo en el momento oportuno. De siempre, la clave de su éxito es la componenda: me siento contigo, hablamos de esto y de aquéllo, pactamos una cosita y nos llevamos estupendamente. Pero existe una cosa que se llama Principio de Peter: todo el mundo tiende a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia. Mucho no debe ser, porque está en lo más alto, suerte mediante y con permiso de Alá.
En su fuero interno siente que tiene una misión. Desde que aprendió de niño la leyenda del abuelo militar fusilado por mantenerse íntegro en su honor y lealtad, parece que asume que pase lo que pase, se mantendré firme en lo que cree, sea bueno o malo, acertado o desacertado. Mientras repasa los videos del Ala Oeste de la Casa Blanca se entusiasma ante un presidente de carromato de feria que siempre pone sus tremendos y justos valores por encima de las encuestas a las que teme.
Así, el pequeño Napoleón llega al gobierno creyendo en su propia iluminación. De sargento a general sin pasar por la escuela de oficiales. No basa su fe en el éxito en los datos racionales, sino en su intuición. Otros dirían que en la casualidad. Así que intuición en mano y escéptico (atinadamente) ante el ruido y la jarana mediática madrileña, se pone a impartir justicia y a llevar el bien a todos los hombres de este mundo: termina la guerra, casa a los homosexuales, quiere poner un pisito a cada chavalín recién graduado, inventa una ley para que cada minusválido y cada abuelito tenga quien le cuide. Todo noble, todo justo. Por el camino, parecen no contar los costes: muchas, demasiada gente se siente herida y machacada. No importa, se les pasará, hablando solucionaré el país porque esto es justo y se verá. Tan bueno es mi método, que lo llevaré por el mundo, haré que las civilizaciones se hablen y se comprendan, que el moro Mojamé me quiera porque le pondremos casa y coche y porque le quiero y doy cariño.
Y así pretende solucionar todo: todo lo que durante doscientos años de historia desde la Constitución de Cádiz y unos treinta de democracia más o menos serena no se ha podido resolver, el sargento quiere que esté listo en tres meses. Un tipo con tanta fe, tanta suerte y tanto tino puede fallar, de pura confianza, en el análisis político y en la comprensión del problema: si él no está dispuesto a ceder en sus valores profundos ¿por qué lo iban a hacer los demás? Si me siento a hablar con partidos nacionalistas e indepedentistas y como tengo talante y buen rollo, no voy de nacionalista español y hasta me marco una sardana si es preciso, se sentirán bien, llegaremos a un acuerdo y España vivirá en paz. Problema: el objetivo final de las partes es incompatible. El sargento quiere que, al final, todos seamos españoles plurales; los aliados, antes pueblos bárbaros del norte, no quieren serlo. Los míos, que me besan por donde paso después de lo mal que lo han pasado sin cargo ni coche oficial se inquietan, mucho: nosotros no tragamos. Con razón o sin ella.
Por el camino, la gente pierde el talante: se grita, se insulta, se encrespa, se inventa odios y crea otros. Las bofetadas son tantas que tiene que solucionar esto antes de que el barco naufrague y le arrebaten cañones y aparejos. Así pacto con los de CiU, que ganan en su estrategia, no tienen lo que quieren pero, como siempre durante los últimos casi treinta años, dan una vuelta de tuerca más a su poder, se hacen centrales para poder influir en Madrid y quito de enmedio a estos chalados de Esquerra que no dejan de ser una panda de rojos colectivizadores que no se enteran de que las cosas se consiguen de facto y no por los nombrecitos.
Desde que prometió en plan Kennedy lo de que aprobaría lo que saliera del parlamento de Cataluña tal y como saliera, ni siquiera él parece darse cuenta cómo lo de saltar de sargento a general tiene su aquél: no se pasan suficientes etapas. Cuando eres listo entre sargentos, a lo mejor no eres tan listo entre generales: el diablo sabe más por viejo. Y así, el problema de los doscientos años sigue sin resolverse: por mucho que CiU se prepare para gobernar en Madrid no se ha resuelto la cuestión central, el motivo de la batalla: decidir cómo se obtiene el compromiso de las partes con el todo y, especialmente, si se quiere tener. Es decir, decidir entre ser Navarra o País Vasco.
Mientras, el país está agotado. El trance no ha terminado porque queda debate parlamentario, referéndum de papel falsificado y las heridas inmensas. Un precio muy alto para la convivencia, esa que se decía defender, para tan poco resultado: que todo cambie para que siga igual. Tanta destrucción emocional sólo hubiera tenido sentido si hubiera tenido la misma firmeza que el abuelo para lo que era importante: haber empezado por decir que no se puede negociar un pacto estable con quien tiene como objetivo último romper el pacto que se acuerde. Que lo primero es pactar eso, si se ha de romper o no en el futuro. No sabemos si en la próxima guerra carlista, que ya se avecina, el sargento lo habrá aprendido.
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